Guerra ucraniana y medios de incomunicación
El primero de esos rasgos lo aporta una sórdida combinación en la que se dan cita los consensos cerrados, la censura, la manipulación y, con frecuencia, la xenofobia. Si en algún momento, inmediatamente después del inicio de la agresión militar rusa, se registró algún tipo de pluralismo en los debates, ese pluralismo ha ido remitiendo en provecho de un discurso monocorde que no admite las disensiones y, más aún, demoniza estas últimas. A su amparo no puede apreciarse otra cosa que un ejercicio pundonoroso de censura que invita a acallar aquellas voces que, en lugar singular, subrayan que las potencias occidentales tienen su responsabilidad en la gestación del conflicto presente. Quien se atreve a sugerir lo anterior es inmediatamente tildado de defensor de lo que significa, en todos los órdenes, la miseria de la Rusia putiniana. Para que nada falte, la propuesta de los medios se caracteriza por una manipulación asentada en un maniqueísmo extremo: aunque uno entienda que no puede juzgarse de la misma forma al agresor y al agredido, pareciera como si el ejército ruso fuese la fuente de todos los desmanes, de tal modo que del otro lado de la trinchera no hubiese sino un puntilloso respeto de las normas más exigentes en materia de guerra y derechos humanos. Por detrás, en fin, y como no podía ser de otra manera, con frecuencia despunta una manifiesta rusofobia –distinguir entre gobernantes y gente de a pie es un ejercicio al parecer delicado e inalcanzable- que ha suscitado la réplica, en determinados círculos, de una no menos inquietante ucraniofobia.
El segundo de los rasgos que invocaba remite a una visible marginación de los expertos. Y entiendo ahora por tales a los que cuentan con un conocimiento certificable en lo que respecta al área geográfica y a los agentes que operan sobre el terreno. Cierto es que esos expertos eran, y son, muy pocos, y que entre ellos menudean los que han aceptado sin rubor el escenario que acabo de mal describir. Lo que me interesa subrayar es que los que, pese a ello, han intentado resistir se han visto sustituidos por otra modalidad de expertos, que en este caso lo son en misiles, tanques y regimientos, en grave menoscabo de la consideración de los procesos de fondo. Aunque, claro, peor aún ha resultado ser el escenario que nos proponen los grandes medios de la mano de esa estirpe de antiexpertos que son, por un lado, los enviados especiales –y tan especiales- y, por el otro, los líderes de opinión, que hoy hablan de Mariúpol y mañana glosarán las desventuras derivadas de las elecciones andaluzas o los problemas del sector lácteo en la montaña leonesa.
Mayor relieve corresponde, con todo, al tercero, y último, de los rasgos. Para cerrar el círculo, y por si quedan los rescoldos de algún debate molesto, ahí están, impartiendo doctrina, los tertulianos. Días atrás engullí uno de los numerosos y aciagos programas de televisión adeptos a la todología. Sin ninguna disensión de por medio, ninguno de los participantes se dejó llevar por el propósito de aportar algún argumento original, de mencionar un nombre propio o una fecha, y de demostrar, en otras palabras, que había asumido algún esfuerzo de preparación de sus intervenciones. ¿Para qué si hay que dar por supuesto que en un programa de esa naturaleza molestan las discusiones relativas a verdades esenciales e intocables? Casi dos meses atrás anoté, con ironía, que esperaba que La Sexta invitase, por fin, a Miguel Ángel Revilla, ese eterno proscrito, y permitiese que el presidente cántabro nos abriese los ojos sobre la naturaleza oculta de la crisis ucraniana. Pues allí estaba, con su proverbial campechanería.
Alguien aducirá que nada de lo relatado es, realmente, nuevo. Cierto. Pero me da el pálpito de que lo que vemos en estas horas, con los periodistas de a pie –permítaseme el empleo de esta categoría difusa- callados o acallados, no anuncia nada bueno en el escenario que nos preparan. Con ecofascismos y colapsos en la trastienda.