Coruña en el recuerdo
Casa Molina: Emblema de otro tiempo
La vida de Raimundo la contaríamos hoy en clave de emprendedor incansable que, con la ambición de crear un imperio que legar a su familia, marca indefectiblemente la historia de la ciudad.
La Casa Molina ofrece una de esas fachadas que obligatoriamente nos hacen pensar en otro tiempo, en una A Coruña distinta. A modo de retrato histórico, su permanencia en la Puerta Real, es el atisbo a las vidas de otros vecinos de la urbe que la marcaron para siempre, estética y simbólicamente. En este caso, las vidas de Raimundo Molina y Rafael González.
Raimundo Molina Couceiro nació en A Coruña en 1862. Era el cuarto hijo de Raimundo Molina y María Couceiro y después de él, todavía llegarían 4 hermanos más. Su padre era Comandante del Estado Mayor, pero el pequeño Raimundo Molina no seguiría los pasos de su progenitor en la carrera militar. Con tan solo 23 años comenzó su andanza empresarial siempre ligada al mar de una u otra forma.
Se trataba de una empresa naviera y consignataria de buques. Se dedicaba a la importación y exportación de mercancías y al transporte de personas. Sus barcos recorrían los puertos de España, Francia, Noruega, Italia, Brasil, Cuba, Méjico…
Esta fue su primera empresa, pero no la última. A lo largo de los años fue consolidando relaciones laborales dentro y fuera de la ciudad, con los que emprendió diversos negocios. Hermanos, hijos, yernos… La prolífica familia de Raimundo estaría cerca para contribuir en su proyecto. Una empresa de salvamento marítimo, más navieras y una compañía de carbones, son algunos de los ejemplos de las diferentes iniciativas empresariales en las que participó Molina.
Pese a todo, su actividad empresarial no fue la única que lo convirtió en un nombre de nuestra historia. También destacó en labores diplomáticas, siendo cónsul de la República Dominicana y los Países Bajos y vicecónsul de Estados Unidos. Es mejor no hacer despliegue de todos los cargos y honores que recibió a lo largo de su vida porque es un no acabar. Fue vicepresidente y uno de los fundadores del Banco de La Coruña, vicepresidente del consejo de administración de La Voz de Galicia, teniente de alcalde de la ciudad… Hasta caballero y comendador de un buen número de órdenes extranjeras. Todo un currículum y toda una historia ligada a nuestra urbe.
Tanto es así, que de su matrimonio con Evarista Brandao nacería el futuro alcalde Alfonso Molina. Además de tres hijos más: Alejandro, Amparo y ángeles. Alejandro, el primogénito, se pondría al frente de las empresas y los consulados a la muerte de Raimundo en 1931.
Los pequeños detalles de González Villar
La Casa Molina, el edificio que nos deja boquiabiertos en Puerta Real, fue construída en 1915. Raimundo tenía 53 años y quería construir un edificio que albergase la sede central de las operaciones marítimas, los consulados y fuese, al mismo tiempo, vivienda. Para el proyecto contó con un joven Rafael González Villar. En aquel entonces tenía solo 28 años, pero ya había cosechado un éxito considerable en 1912 diseñando el proyecto del que hoy es el Quiosco Alfonso y experimentando con su carácter más ecléctico.
González Villar es considerado hoy uno de los mejores arquitectos de finales del siglo XIX de nuestra tierra y es por obras como la de la “Casa Molina”, donde el equilibrio estético y ornamental brilla en un juego geométrico extraordinario. El edificio destaca entre el resto de galerías. Su concepto, el de su arquitecto, no rompe con la estética de la fachada marítima herculina que tanto gusta, sino que reinterpreta la idea y la convierte en parte natural. Los arcos de medio punto, los dinteles, las guirnaldas y cada uno de sus pequeñas o grandes ornamentaciones son prueba del exquisito detallismo de la obra de su arquitecto. La cúpula y el torreón son de los elementos más llamativos de esta creación que recuerda un esplendor antiguo en nuestra urbe.
Fueron 90 años los que la Casa Molina aguantó sin rehabilitar. Se dice pronto, pero es sorprendente observar como un juego de delicada arquitectura como esta cumpliese casi un siglo sin necesitar grandes reparaciones. Un retrato, pues, duradero y resistente, como el recuerdo que te deja la imagen de nuestra fachada marina la primera vez que la ves.