El trabajo (IX)
En fin, una noche más, estando yo a las puertas de uno de los bares en los que solía parar, apareció este colega con el que tantas noches de fiesta, drogas, mas de una casa okupada y hasta algunas personas había compartido, y me comentó la posibilidad. Un trabajo de animación para las navidades. Seguramente tendría que hacer de reno, de elfo o de muñeco de nieve e ir cantando villancicos por las calles de los diferentes barrios de la ciudad para animar y divertir a niñxs y mayores. Yo ya había escuchado algunas historias sobre este trabajo, mi colega ya llevaba unos cuantos años haciéndolo y desde entonces no eran poca la gente conocida que había hecho lo mismo. Un trabajo fácil, en donde no había que hacer ningún esfuerzo físico reseñable, de carácter temporal y “no mal pagado”, es decir, justo lo mínimo exigido por la ley, exactamente lo que la mayoría de nosotrxs andábamos buscando. Algo que nos diese dinero legal pero que no nos comprometiese en absoluto y que cualquiera pudiese hacer.
Así pasaron algunas semanas y la promesa se hizo realidad. Un día a principios de diciembre nos avisaron, el día x teníamos que estar todxs en el local de fiestas infantiles que había en un centro comercial en decadencia situado en las afueras de la ciudad. Allí conoceríamos al que sería nuestro empleador y él nos detallaría pormenorizadamente nuestra labor. Llegó el día señalado y allí nos presentamos. Siete personas que ya nos conocíamos y otras tantas completamente desconocidas. No faltó quién llegó tarde ni quién llegó antes de tiempo. Uno de estos últimos fui yo, siempre comido por la ansiedad y el estrés de una vida de inacción sin rumbo ni destino fijos que me provocaba esta manera de actuar, creyendo falsamente que llegando antes que nadie a los sitios podría analizar la situación, hacerme con el sitio y afrontar de mejor manera lo que luego sucedería. Trampa mental esta que rara vez solía funcionarme.
Tras intercambiar algunas palabras y primeras impresiones entre lxs que nunca habíamos hecho ese trabajo y lxs que ya habían estado antes y sonrisas a duras penas mantenidas, que trataban de esconder la falta de sueño, la necesidad de dinero y las pocas ganas de interactuar con nadie y de hacer nada, nos dieron paso al interior del local. Hicimos un semicírculo alrededor del que en adelante iba a ser nuestro jefe y este empezó a hablar. Un hombre de mediana edad, bajito, calvo y con gafas, que habló y habló ya no recuerdo cuanto tiempo. El suficiente para que yo pudiera estudiar con detenimiento sus gestos, su timbre de voz, la intención de su discurso, su vestimenta e igualmente la de todas y cada una de las personas que estaban allí presentes, así como hasta los detalles más nimios referentes al espacio en el que nos encontrábamos y su contenido, rico en colores y formas, figuras, objetos y luces.
Me perdí en mis pensamientos, volví a la realidad, intercambiando miradas con los demás, seguía transcurriendo el tiempo y aquel hombre seguía hablando y hablando sin cesar. Solo tengo vagos recuerdos de lo que dijo, referentes a temas como la puntualidad y la buena presencia, así como algunas advertencias, haciendo especial hincapié en que pararse a tomar café no estaba permitido, excepto si llovía mucho y de manera persistente, ya que nuestros turnos eran de apenas cuatro horas, el trabajo era fácil y otros años lo habían hecho repetida y descaradamente y aquella gente por supuesto había terminado despedida. Todxs juramos y perjuramos que ninguno de nosotros lo haríamos. Nada mas lejos de la realidad, como mas adelante comprobaríamos.
Tras más de tres cuartos de hora de monólogo se dio paso a las pertinentes presentaciones personales: nombre, estudios, habilidades, por qué estábamos allí y que podíamos aportar. O algo así era. Me sorprendió comprobar la cantidad de personas que tenían no una sino incluso varias carreras o una multiplicad de títulos en su haber, en algunos casos incluso ambas cosas. Qué los diferenciaba de alguien como yo, que había abandonado los estudios en la secundaria e igualmente se había abandonado al puro hedonismo a partir de entonces, era un misterio para mí. Siempre había pensado que aquel tipo de trabajos estaba reservado para yonkis, viejxs y perdidxs, gente desesperada en general. Un acierto seguro. Pero ahora los tiempos habían cambiado y hasta los trabajos basura eran algo codiciado hasta por la gente más cualificada. Como urracas o macacos al acecho de cualquier objeto brillante. Y aunque las personas que habíamos vivido en la fatalidad éramos quizá algo más avispados, algo más capacitados para la supervivencia, también es cierto que la necesidad y la promesa de dinero fácil aviva a cualquiera. Así las diferencias entre quien necesitaba el dinero para no pagar sus deudas y poder seguir consumiendo o quien la necesitaba para darle de comer a sus hijxs desaparecían. Nada era mas importante que nada y así cualquier opción se volvía completamente legítima. Se formaron varios grupos, un poco por afinidad y experiencia, otro poco por habilidades, se designaron coordinadores, se establecieron turnos y pudimos escapar al fin de aquel tedio.
Desde ese mismo día por la tarde y hasta un día antes de la fecha de inicio del trabajo en cuestión era el tiempo que teníamos disponible para pasar por el local que funcionaba como almacén de la empresa que estaba cerca del antiguo centro de la ciudad para elegir el disfraz y firmar el contrato, para lo cual deberíamos de gestionar algunos documentos previamente. Me llamó especialmente la atención la necesidad del “Certificado de NO delitos sexuales”, indispensable para trabajar con menores. La relación entre la clase de personas que éramos, lo que habíamos visto, hecho y vivido y la existencia y obligatoriedad de aquel documento para desempeñar nuestro trabajo resultaba cuanto menos perturbador. Si bien es cierto que ninguno de nosotros efectivamente había cometido delito alguno en ese sentido, al menos que se supiese, no eran pocos los casos de conocidxs que como mínimo habían rebasado la línea, si es que no la habían traspasado claramente, incluyéndome a mí mismo. A los pocos días, tras resolver estas cuestiones de carácter puramente burocrático y rutinario, me dirigí al local que funcionaba como almacén de la empresa y pude entregar los documentos pertinentes y firmar mi contrato.
Él ya me conocía, yo también lo conocía a él. Ya fuimos conscientes el día que nos presentamos en el local del centro comercial. Nos habíamos cruzado un sinfín de veces en la calle. Yo en mi papel de comercial de mí mismo, que era mi trabajo habitual, ofreciendo mi poesía al transeúnte. Él en su papel de propietario de pequeño comercio. Al igual que tantos otros, no tardaría mucho en cerrar, algo evidente desde su apertura. No entraré en detalles pero basta decir que en una ciudad como la nuestra, dedicada principalmente al turismo, la hostelería y la moda, la actividad que había elegido difícilmente podía prosperar. Como un cordero entre lobos, como un oso de peluche en las fauces de un perro rabioso, así había sido su apuesta, y claramente, era una apuesta perdida desde el principio. Me maravillaba contemplar este hecho repetidamente, en mis años de calle y más calle, había visto abrir y cerrar negocios por docenas. Todos abrían con la ilusión de un niño el día de Reyes y la arrogancia del nuevo rico, y cerraban más tarde con la desilusión del que al romper el colorido papel de regalo descubre en su interior una triste caja cuyo contenido no es otra cosa que unos calcetines de invierno y la pesadumbre del que sabe que no le bastará la vida para terminar de pagar sus deudas.
Intercambiamos algunas palabras, desconfianzas y avidez mutuas y firmé los documentos. Luego pude elegir disfraz. No es que hubiera mucho donde elegir: reno, elfo y muñeco de nieve, esas eran las opciones disponibles. Tras un momento de titubeo terminé por decidirme por el de reno. La alegoría ambigua de la cornamenta y la fiereza a la par que la ternura que evocaban este animal me hicieron decantarme por dicha opción. Tristemente he de decir que al final del segundo o tercer día de trabajo intercambié mi traje de reno por uno de muñeco de nieve de una compañera de trabajo y también colega por algún motivo que ya no recuerdo, no sé cuanto de válido en realidad, y pasé a ser un simple muñeco de nieve, alegoría del frío, cierta candidez y un vil y soterrado instinto asesino. No conocía muchos ejemplos de renos homicidas, pero no eran pocos los de muñecos de nieve sangrientos. Quizá este disfraz iba en realidad mucho más conmigo. Todo lo que es tiene que ser.
Era día 17 de Diciembre y nuestra aventura comenzó. Como ya mencioné anteriormente, éramos todxs conocidxs, colegas o amigxs, en mayor o menos grado, incluso y por veces, también pareja y hasta enemigos, aunque como ya es sabido, al final de todos los finales no hay peor enemigo que unx mismx, y todo lo que proyectamos en lxs demás no es mas que un reflejo de lo que reprimimos en nosotrxs. Al menos eso es lo que se dice. Ya no recuerdo en que barrio empezamos ni cuál era nuestro itinerario. No recuerdo quién llegó temprano y quién mas tarde. Sí recuerdo que éramos, si no recuerdo mal, dos elfos, dos renos y tres muñecos de nieve. Hay que decir que los disfraces no estaban muy logrados, y exceptuando los de elfo, que eran completos y bien logrados, los otros consistían en una triste chaqueta con capucha, según el modelo, marrón o blanca, con cornamenta o zanahoria. Eso, una hoja plastificada con los villancicos que íbamos a cantar y algunos instrumentos que aportaban las personas que sabían utilizarlos eran todas nuestras herramientas para comenzar la función. Y digo bien, la función, por que sin duda aquello iba a ser un espectáculo.
Lo que sí recuerdo es que aquel primer día mi mejor amiga, que también estaba en el ajo, y yo mismo, cogimos un autobús para llegar a nuestro destino, por el camino otra de las personas que también trabajaba con nosotrxs se subió al mismo. No es que nuestra relación fuera la mejor, pero de todos modos se sentó cerca, si mal no recuerdo al principio no nos vio, o hizo que, luego ya sí, nos saludamos entonces y tratamos de mantener una charla más o menos cordial y más o menos banal. Y digo más o menos ya que por nuestras experiencias compartidas bien sabíamos lxs tres que lo mismo podríamos hablar en buenos términos que acuchillarnos allí mismo, para deleite propio y pavor ajeno. Tras aquel momento incómodo que sería un buen ejemplo de otros que ocurrirían a partir de entonces y terminarían siendo la tónica general, a menudo sacándonos de quicio y hasta casi pasar desapercibidos, llegamos a nuestra parada. Nos encontramos con el resto de componentes de aquel grupo de psicóticos y dimos inicio así a una de las mejores etapas de nuestras vidas.
Echamos un ojo a los villancicos, charlamos un poco sobre nuestro día, nuestro finde y nuestras vidas en general. A pesar de toda nuestra buena intención no quedaba muy claro si estábamos allí para cantar villancicos o para atracar un banco al estilo Noviembre, o bien si habíamos salido del poblado más cercano listos para recaudar lo justo y necesario para otra dosis el día en el que se nos habían acabado los suministros de comida y sustancias estupefacientes después del enésimo día de puestazo colectivo.
De hecho no sería la primera vez ni la última aquel día y a partir de entonces, en que en repetidas ocasiones, especialmente en cuanto nos parábamos en los parques infantiles a hacer nuestro show, madres y padres, abuelas y abuelos, incluso algunxs de lxs niñxs, se quedaban paradxs con desconfianza, agarrando con más fuerza sus bolsos, bolsas, carteras, mochilitas y otros objetos de valor, temiendo que fuéramos un grupo de ladrones organizados, que aprovechando el foco de atención que generábamos, pudiéramos hacernos con lo que fuera al mínimo despiste. Sin embargo, nada mas alejado de la realidad.
Fueron pasando los días y durante un tiempo llevamos a cabo nuestro trabajo con una completa profesionalidad, respetando absolutamente los itinerarios marcados, visitando punto por punto cada uno de los locales que nos eran encomendados, haciendo una y otra vez toda la hoja de villancicos. Con todo nuestro entusiasmo, provocando el brillo en los ojos de pequeñxs y grandes por igual, lo que por momentos despertaba también a nuestrxs niñxs interiores, y nos acercaba de nuevo a algo que quizá, al menos en mi caso, habíamos perdido, y que no era otra cosa que la fe en que un mundo mejor todavía era posible y el futuro se abría entonces ante nosotros lleno de posibilidades. Si cantando unos simples villancicos lográbamos aquellas reacciones, ¿qué no podríamos conseguir?
Poco a poco el ambiente se iba animando, llegaron efectivamente las navidades y ya habíamos hecho casi todos los barrios de la ciudad, cada uno con sus particularidades y diferencias. Solíamos tener en nuestro itinerario una calle abarrotada y varias calles semidesiertas, cuando no completamente desiertas. A veces, en muy contadas ocasiones, se unían a nosotrxs personas al azar, para cantar o tocar con nosotros, con más o menos acierto, pero que en general acogíamos de buena gana. También en algunas ocasiones tuvimos que lidiar con personas más o menos “peligrosas” que se nos acercaban, algún borracho perdido y más de un vampiro energético que veía en nosotros su presa ideal. Todos ellos fueron fácilmente enfrentados y evadidos. Tantas horas metidos en los bares tenían por fin sus resultados en el mundo real. No faltaron las diferencias entre nosotrxs, aunque rápidamente resultaban aparcadas. Pensar en nuestro dinero ayudaba en gran medida a solventar cualquier problema. Así pasábamos de un estado a otro de forma completamente imprevisible e instantánea, de la apatía a la euforia, de la profesionalidad a la desorganización, de la compostura a la hilaridad, sin saber muy bien a qué atendía ni qué significaba en realidad cada uno de ellos en nuestro fuero interno.
Cuando las calles estaban desiertas nos poníamos a cantar cualquier cosa menos villancicos, dándonos la sensación de estar dentro de un mañaneo sin fin. A partir de cierto momento también empezamos a entrar en cada lavandería que encontrábamos en nuestro camino a cantar al menos un villancico para nadie. Algo que empezó un día cualquiera como una cosa absurda para perder el tiempo se terminó convirtiendo en santo y seña, y sé que desde entonces cuando cada unx de nosotrxs pasa ante una lavandería recordará aquellos momentos como algo parecido a unas vacaciones familiares en Torremolinos. El punto álgido de todo aquello supongo que fue el día en que haciendo un barrio completamente vacío de gente, lloviendo a mares y vagando sin rumbo fijo, terminamos por entrar a refugiarnos en un bar en donde estaban retransmitiendo la final del mundial de fútbol de Qatar. Miles de personas habían muerto para levantar aquellos estadios, y muchos miles más trabajaban en pésimas condiciones para que todo aquello pudiera ser posible, en contra de la voluntad de diversas organizaciones de derechos humanos y de la opinión pública mas políticamente correcta. Dicho de otra manera, a nadie le importaba una mierda, y nosotrxs no íbamos a ser menos. Así que tomamos asiento, pedimos nuestras consumiciones, tomamos un bando y por espacio de 120 minutos nos convertimos en forofos del fútbol. Auténticos hooligans. Yo iba con Francia, solo por llevar la contraria, y porque claramente tenían todas las de perder, y yo me siempre me había sentido mas cómodo en el bando de los perdedores.
Para poner el punto final a aquella historia, la guinda al pastel, llegó el día de Reyes, en el que por la mañana terminaban al fin nuestros itinerarios por la ciudad, y a la tarde, tras reunirnos todos los grupos a la hora de comer en el local que funcionaba como almacén de la empresa, iríamos repartidos todos aquellos grupos pequeños en dos grupos grandes a un par de pueblos que había más o menos cerca de la ciudad en donde habían contratado una cabalgata. Ver aquello era maravilloso, la variedad de pintas, procedencias y edades de todas aquellas personas. Sin duda ofrecía una imagen bastante real de la sociedad que conformábamos. En esas manos quedaba nuestro futuro. Algo que era muy poco o nada alentador. Sin duda los tiempos habían cambiado, y no precisamente para bien, al menos no para el bien de la sociedad de consumo. Y eso si que era verdaderamente alentador. Con los ojos vendados y directos al precipicio.
Nos repartimos en coches y furgonetas, y tras algunas complicaciones conseguimos llegar a nuestros destinos. Allí nos pertrechamos como pudimos con los disfraces que nos habían sido asignados. Una mezcla del imaginario de Pixar y el de la Navidad, conjugando deliciosamente renos, elfos, muñecos de nieve, personajes de películas infantiles y malabaristas y músicos mas o menos profesionales, y dando una imagen de conjunto como de circo itinerante desbaratado y en decadencia o de artistas callejeros trasnochados, todo a la vez y a un mismo tiempo. A la hora acordada hicimos formación y comenzamos el recorrido. A mí me tocó, tal y como ya había hecho en alguna sustitución de alguno de los componentes del grupo de las mañanas, algo mejor formado y con mejores disfraces, de Princesa Ana de Frozen. Algo que todo el mundo rehuía y yo aceptaba encantado, ya que el disfraz cubría completamente el cuerpo y la cabeza y no tenía ni que pronunciar palabra, bastaba con mover los brazos y saludar al paso, al estilo de los reyes. No había al fin y al cabo, tantas diferencias entre fantasía y realidad, al menos en cuanto a protocolo.
Si bien es cierto que uno de esos días en los que iba en sustitución de, en el grupo de las mañanas, se me olvidó que no podía hablar, no por nada en especial, sino básicamente por que yo era un hombre y mi disfraz era de mujer, y así con un simple “- Hola!”, dicho con la mejor de las intenciones a una niña que insistía en saludar, para impresión y sobrecogimiento total, tanto de ella misma como de la madre que la acompañaba, desbaraté de golpe toda su infancia. Y es que ¿cómo era posible? De una princesa de cuento, guapa, joven y refinada, salía una voz que en poco o nada se diferenciaba de la del hombre que pedía limosna en la puerta del supermercado que ella y su madre solían frecuentar. Ellas huyeron y yo también, todo quedó allí. La cara de la niña era un poema, y la de la madre de tremendas circunstancias. Ahora aún a veces me pregunto qué sería de aquella niña y con qué cara sería capaz de ver desde entonces las series de dibujos que solía ver. Qué fácil es destrozar una infancia.
Volviendo a la cabalgata y al pueblo aquel, mal que bien, llevamos nuestro recorrido a cabo de la mejor manera posible, enfrentando la hostilidad y hasta la bestialidad de una gran mayoría de lxs niñxs que se agrupaban a nuestro paso, que nos amenazaban con actitudes y gestos desafiantes, insultos y hasta piedras y palos, con la completa connivencia y aprobación de sus madres y padres, que observaban sonrientes e inmóviles a sus criaturas, hasta arriba de azúcar y completamente desatadas. Quedaba claro que había que darle al ser humano algo que hacer, ya fuera estudiar, trabajar, ingresar al ejercito o abandonarse a las drogas, por que la inacción total nos devolvería sin lugar a dudas al estado primitivo del que veníamos en un abrir y cerrar de ojos. Por fin aquella cabalgata que por momentos tomaba la forma de la procesión del Cristo Crucificado parecía llegar a su último destino en el mismo polideportivo del que habíamos partido, el único que había en el pueblo y que seguramente fuese su logro más notable. Allí ya había preparada una fiesta en donde para nada sonaban villancicos, sino canciones de reguetón y de trap, con letras mucho más que explícitas, que madres, padres y niñxs coreaban al unísono con la más absoluta normalidad. Si el trayecto hasta allí ya había resultado difícil, sin duda aquello ya fue la prueba suprema. Poco nos faltó a mas de unx para devolver las agresiones y reestablecer así el status quo. Poco importaba que nuestrxs agresores tuvieran ocho que ochenta años. Si el presente era oscuro, el futuro era completamente negro. Solo la extinción podría salvarnos y aquella era la prueba mas evidente.
En aquel momento, no tan distante y no tan diferente al que ahora atravieso, yo estaba inmerso en una gran depresión, ya que una vez que despiertas al mundo y abres los ojos, es complicado volver a no ver y actuar con indiferencia, o al menos, ese es un don que a mí no me ha sido concedido. Y todo lo vivido en aquel paréntesis de absurdo e irrealidad, me permitía evadirme durante al menos cuatro horas al día de mi asquerosa vida, llena de estrés, ansiedad, necesidad y pensamientos negativos, supeditado a la presión irresistible que la propia existencia ejercía sobre mi. Es curioso el mundo, basta una chaqueta de muñeco de nieve, la validación de un papel a desarrollar en el gran teatro del mundo mediante la impostura del trabajo y la recompensa final de un salario, para ser feliz, o al menos, aproximarse ligeramente a ello.