El Trabajo
Abel García Pantín | A pie de calle
Fue mi madre quien me enchufó allí, ella era amiga de los dueños, había trabajado con ellos durante años tiempo atrás.
Supongo que en algún momento aquello debió de ser la milla de oro de la zona o algo por el estilo, ahora se parecía más bien al último sitio en la tierra. Carreteras en mal estado, semáforos desvencijados, una iluminación precaria, casas abandonadas, una pensión de mala muerte que hacía de prostíbulo al mismo tiempo, naves industriales de empresas en decadencia y gatos y viejos desconfiados y escasos por igual.
Desde luego aquel edificio grande y blanco con aires ibicencos, característico por sus terrazas y palmeras, no encajaba en aquel lugar. Llegaba a trabajar 14 horas al día por unos míseros 50 euros. A veces ni si quiera alcanzaba esa cifra. Barrer, fregar, lavar platos, meter bandejas en el horno y sacarlas después. Vieiras en lata puestas sobre conchas de vieras reutilizadas y lavadas en el friegaplatos, marisco congelado que pasaba por fresco y carne de segunda o tercera queriendo ser calidad suprema y otras delicatessen por el estilo conformaban la carta del restaurante, bastante apreciado en la zona.
Cinco personas en la cocina gritándose y faltándose al respeto todo el rato y cincuenta camareros por turno, cada uno más delgado, nervioso y necesitado que el anterior. De primero de explotación laboral. Al menos se respiraba cierto aire familiar, ya que los primeros explotados eran los propios jefes y así cundía el ejemplo entre los empleados.
Salía de allí cansado y hecho un asco, oliendo a carne, pescado, marisco, grasa, basura y sudor. Ni con tres duchas seguidas se iba aquel pestazo. Al terminar la jornada cogía un taxi hasta Santa Cristina que estaba a menos de 10 minutos en coche de allí, y me iba de fiesta. Me lo fundía casi todo en la misma noche. Alcohol, tabaco, cocaína, marihuana y con suerte algo de comer. Al día siguiente estaba igual que el anterior. Con los bolsillos vacíos y sin que mi situación mejorase.
Estuve allí tres meses, después, una noche cualquiera a finales de verano, alguien de la familia de los propietarios se murió y terminó todo. Recuerdo que la noche en cuestión no me querían pagar, no entendía por qué, al fin y al cabo nadie se había muerto allí mismo y yo había trabajado todo el día y toda la noche. Creo que se trataba del padre de mi jefe, él estaba desolado por la noticia y ya no podía hacer nada más. Insistí un poco y al final terminé cobrando mi jornada. Supongo que no tuve mucha sensibilidad, pero yo necesitaba irme de fiesta y olvidarme de todo. No soportaba aquel trabajo ni tampoco mi vida en general, así que nada me importaba. Después de aquello ya no volví.