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El Brasil que surgió de las elecciones de 2022 tiene un sin número de desafíos que necesita afrontar para retomar el crecimiento y mejorar las condiciones de vida de su población, dentro de un acotado abanico de posibilidades de maniobra. Algo parecido pasa en Argentina, donde el frente gobernante ha aceptado y validado todas y cada uno de los desaciertos del neoliberalismo, precipitando la inacción administrativa de los tres poderes del Estado de manera alarmante.
Esta degradación de los poderes estatales se ve, desde el intento de magnicidio de la vicepresidenta, su absurda condena, la revelación de audios y chats entre jueces, funcionarios, empresarios de medios (Clarín) para ocultar el viaje a la residencia del empresario Joe Lewis en Lago Escondido. En este lugar afianzaron abiertamente sus acusaciones anteriores, confabularon acerca del futuro procesal de la vicepresidenta. Pretendieron maquillar todos sus delitos, desde incumplimiento de los deberes de funcionario público, dádivas, falsificación de documento público, evasión impositiva o lo que les ocurrió. Pero, sobre todo, evidenció la atrevida y descarnada manifestación de un poder real que manipula a la justicia, a los medios, a los candidatos presidenciales y modelos económicos a través del Lava Jato o la causa Vialidad, no importa el nombre o el país. Pero nunca la “Colaboración Combinada”, descubierta por Intercept Brasil, para desbaratar el Lava Jato o Lago Escondido Gate que eliminaría estas patrañas de acusación.
La degradación de los partidos políticos, producto de su inoperancia para brindar una mínima solución a las carencias sociales, ha colaborado para el ascenso de la ultraderecha, su legitimación social a través de la aceptación tanto teórica como práctica de medidas económicas que condujeron en ambos países a severos planes de ajuste y austeridad. La idea será tratar de dilucidar las probabilidades de maniobra ante este horizonte que tendrá el nuevo gobierno de Brasil, y en el caso de Argentina, las posibilidades de redireccionar un país cuya podredumbre económica y moral se han salido de control. Intentaremos demostrar que no se llegó hasta aquí por azar, sino que fue como consecuencia de aceptar lineamientos económicos que lograron trasladar la idea de un plan de desarrollo a un modelo de país extraccioncita, fuertemente promotor de exclusión social, dependiente y con total falta de autonomía.
La diferencia de apenas 2,1 millones de votos en favor de Lula para la presidencia de la República con una composición del Congreso Nacional predominantemente conservador y neoliberal, así como el desafío de la desmilitarización en la transición al gobierno del aparato represivo del Estado, desde fuerzas armadas, policía, guardias estatales y municipales, hasta la persistente oposición de extrema derecha armada, movilizada y financiada por el establishment, señalan tiempos de una gobernanza fuera de lo normal.
Para tener un panorama real, consideremos lo siguiente. Solo antes de iniciar su gobierno, Lula tiene que comenzar garantizando las condiciones presupuestarias mínimas para la ejecución de las principales políticas públicas para el 2023, haciendo foco de la transición en la negociación de una Propuesta de Enmienda Constitucional a la Ley de Presupuesto, que le permita obtener recursos para el pago de transferencias de ingreso para los más postergados de un valor de R$ 600 (U$S 120), con suplemento de R$ 150 (U$S 30) por hijo hasta los seis años, sin la restricción del llamado “tope de gasto”, vigente desde el gobierno de Temer. Es curioso que esta propuesta de transición tenga como objetivo asegurar los fondos para Bolsa Familia, equiparándola al mismo principio garantizado en la Constitución Federal a los gastos financieros de la Unión (pago de intereses y amortizaciones de la deuda pública), donde no hay límite máximo a las cantidades utilizadas para su pago.
En ambos países el crecimiento económico del 2022 es lento, pero la distribución del ingreso y la pobreza son veloces. En Brasil, las desigualdades sociales y económicas y la pobreza aumentan a un ritmo acelerado. En 2022, 14 millones de brasileños se suman a otros 19 millones que ya sobrevivieron en situación de hambre en el país. Hay 33 millones de personas sin alimentos y más de la mitad de la población se halla en algún grado de la inseguridad alimentaria, según un informe de Rede Penssan (Red Brasileña de Investigación en Soberanía y Seguridad Alimentaria y Nutricional), lo que representa unos 125 millones. El país ha retrocedido a un nivel equivalente al de la década de 1990.
La diferencia entre Brasil y la Argentina, en este punto, es que el PBI de Brasil ha crecido a tasas mucho más modestas que el argentino, sin embargo, esta última nación muestra un proceso de fuerte regresividad en la distribución de los ingresos, que se refleja en un rápido deterioro en la participación de la clase trabajadora en el producto social y, consecuentemente, un salto en la apropiación del excedente por parte del capital. La ampliación de la desigualdad, si bien comenzó durante el gobierno macrista, continuó en la gestión del Frente de Todos.
Al segundo trimestre 2022, la pobreza alcanzó al 38,2% de la población, mientras la indigencia afectó al 8,8%. Así, estos indicadores se encuentran en niveles por encima de finales del 2019 (35.5%), aun cuando la economía creció un 5,7% desde entonces. Esta dinámica se debe en parte al incremento de la desigualdad que tuvo lugar en el gobierno de Alberto Fernández: entre el segundo trimestre de 2019 y el segundo trimestre de 2022, la participación de la clase trabajadora en el producto de manera constante, como muestra la figura, en favor del beneficio privado.
La figura siguiente muestra una de las paradójicas particularidades del desempeño de ambos países, que alude a la caída en la tasa de desempleo con continuos incrementos de la pobreza. La tasa de desempleo en Brasil alcanzó el 8,7% en el trimestre finalizado en septiembre, según el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE). La tasa de informalidad se ha mantenido estable, en un nivel muy alto, alcanzando el 39,4% de la población ocupada, el número de empleados no registrados en el sector privado (13,2 millones de personas) fue el más alto de la serie histórica, iniciado en 2012. y aquí comienza a esclarecerse lo que parecía un contrasentido. La frutilla del postre, es que, según el Departamento Intersindical de Estadísticas y Estudios Socioeconómicos (DIEESE), de los 16.673 acuerdos y convenios colectivos de trabajo analizados, definieron reajustes por encima de la inflación solo el 22%; el 36%, quedó igual a la inflación, y el 42% por debajo de la variación del índice de inflación, es decir, el 78% o empardo o perdió contra la inflación.
La tasa de desocupación en Argentina fue del 6,9% en el segundo trimestre, la cifra más baja en 7 años, retroceso que coincide con un crecimiento del Producto Bruto Interno (PBI) del 6,9 % en el segundo trimestre, pero la cifra de ayuda social con este indicador de empleo es alarmante: actualmente, son 22 millones los ciudadanos con problemas socioeconómicos asistidos por el Estado.
En relación con un año atrás, en Argentina los salarios subieron el 78,8% y la inflación fue del 88,0%. Equivale a una pérdida del 9.16%; según el Gobierno, los salarios registraron una pérdida, con respecto al 2015, del 25,6% de su valor real. Hay 10 millones de trabajadores, que representan la mitad de todos los puestos de trabajo formales e informales del país (monotributistas, autónomos, asalariados sin descuento jubilatorio y trabajadores por cuenta propia informales), donde ha sido más potente la pérdida salarial que la perdida de empleo.
Brasil desde 2014, y Argentina desde finales del 2015, fueron sometidos al arcaico relato de la austeridad como único camino para recuperar la economía. Según el discurso neoliberal, el objetivo era mejorar las cuentas públicas, restaurar la competitividad de la economía a través de la caída de los salarios y el gasto público. Veremos la secuencia de errores, enfocándonos más en Brasil, quien tendrá un nuevo gobierno, pero la idea es válida para ambos lados de la frontera. Lo que tendrán que modificar Lula, y quien gane en Argentina, es la idea que la austeridad es un tema económico. Las políticas de austeridad son un problema político de distribución del ingreso, no de contabilidad fiscal.
La segunda presidencia de Dilma Rousseff aplicó la llamada agenda FIESP, de la Federación Industrial de San Pablo, que básicamente contenía la política económica de los derrotados en el 2014. Subsidios y extensiones impositivas a la inversión privada, caída de la inversión pública, caída del gasto, salarios y jubilaciones, shock de precios administrados etc.
La política de ajuste en una economía frágil resultó contraproducente, redujo el crecimiento, la recaudación fiscal y, por tanto, aumentó el déficit y aceleró la deuda mientras la población estaba peor. El gobierno no logró mejorar las expectativas de los agentes privados y el ajuste resultó letal. El golpe de Estado y el gobierno de Temer establecieron un “nuevo régimen fiscal” a través de un Propuesta de Enmienda Constitucional, en este caso la Nº 241, que ponía un techo por 20 años al gasto publico vinculado solo a la inflación. Este disparate fue burlado por Bolsonaro y tendrá que serlo por Lula.
La idea era reducir, como siempre, el gasto primario del gobierno federal en 20% 2016, 16% hasta el 2026 y 12% al 2036. Siempre, al igual que con el peronismo, en Brasil el neoliberalismo tiene el mismo discurso que en el mundo, el Partido de los Trabajares expandió el gasto por encima de las posibilidades, lo cierto es que la tasa media de crecimiento del gasto de los cuatro gobierno fue: Fernando Henrique Cardozo (3.9%), Lula I (5.2), Lula II (5.5%) y Dilma (3.8%). El verdadero problema en ambos lados de la frontera es que el 50% o más del gasto primario está en jubilaciones, beneficios sociales, subsidios, seguro de desempleo, bolsa de familia o planes sociales. Igual volumen del gasto se lleva el pago de intereses de la deuda, R$ 500 billones, el nivel más alto desde el 2016, según el Banco Central de Brasil.
La deuda en Argentina es el gran problema, su falta de discusión y el ahogo económico que han provocado los pésimos acuerdos con bonistas privados y el FMI, impone un modelo de país a favor de las elites y contra sus habitantes. La necesidad de financiamiento interno obligó al BCRA a elevar la tasa de interés más del 100%, y darle al sistema financiero el pago de intereses anual por un monto similar a la deuda contraída por Macri. Del otro lado de la frontera, en septiembre el Comité de Política Monetaria (COPOM) del Banco Central subió por doceava vez consecutiva la tasa básica de interés (Selic). Brasil sigue siendo el líder de tasa de interés real en el mundo, Argentina está en el puesto 11.
Los cuatro mayores banco de Brasil se alzaron en lo que va del 2022 con 25.000 millones de dólares, casi lo mismo en 8 meses que lo que ganaron en 2019. En la Argentina, mucho más modesta, la ganancia en el 2021 fue de unos U$S 1.400 millones. Nadie en el sistema financiero se puede quejar de las ganancias obtenidas por deuda, con tasas de interés de magnitudes extravagantes para financiar sus beneficios.
Para un país subdesarrollado, con una economía cada vez más dependiente del capital extranjero, gran población y renta media muy baja, como Brasil, un sector industrial-manufacturero próspero y con centros de decisión internalizados es esencial, ya sea por la posibilidad de recuperar empleo y salarios de calidad para los trabajadores o por los encadenamientos que dinamiza la industria en toda la economía. El fortalecimiento de la industria significa el movimiento de la cadena en su conjunto: comercio, sector de investigación, servicios en general, transporte, logística, infraestructura, etc.
La crisis de la industria de la transformación en Brasil es dramática. En 74 años, desde 1947, en 2021 la participación de la industria para la formación del PIB (Producto Interno Bruto) en el país fue el más bajo en la historia, solo 11.3%. En 1985, ápice de la industrialización brasileña, el sector aportaba el 35,9% del PIB.
En ese momento se necesitaría un vigoroso proyecto nacional para posibilitar la reanudación de industria del país. Es decir, sería fundamental hacer exactamente lo contrario de lo que se ha hecho: venta de empresas estatales estratégicas, entrega de Pre-Sal y otros recursos naturales, reducción del mercado de consumo interno a través de la caída del salario, regresión en décadas en la regulación del trabajo, vaciamiento del Brics, debilitamiento del Mercosur. Cualquiera de estas barbaridades realizadas para Brasil, encajan perfectamente, con otros nombres, en Argentina.