El Estado de Bienestar del siglo XXI
El tábano economista | 28/09/2020
Después de varias décadas de hablar sobre el inminente colapso del estado de bienestar, de haberlo minado de manera ordenada y sistemática para proclamar el triunfo de la economía de mercado, desde la aparición de la pandemia nos encontramos en lo que podríamos denominar el renacimiento del estado protector. Cada vez más países están introduciendo medidas innovadoras, deshaciéndose de enmohecidas políticas económicas. En otras palabras, se está haciendo lo que parecía completamente imposible antes de la actual situación de emergencia.
Los cambios radicales en el sistema de bienestar han estado históricamente asociados a grandes crisis o eventos trascendentales como guerras, revoluciones, hambrunas o epidemias. Si bien algunos simplemente abogan por una respuesta temporal a esta emergencia, es muy poco probable que, una vez que la crisis haya pasado, las cosas vuelvan a estar donde se hallaban. Para la redefinición del estado de bienestar del siglo XXI se podría argumentar que la pandemia está colaborando, profundizando el descontento con el sistema existente y poniendo al descubierto sus debilidades.
Repensar el estado de bienestar, o pasar a una “sociedad del bienestar”, es un tema complejo, pero la historia muestra que los momentos como el que vivimos son los que marcan los giros. Todos intuimos y vemos que el actual estado del bienestar es una calamidad, no solo es mínimo, cruel, desvencijado, sino que parecería no está a la altura de la economía posindustrial, sobre todo en respuesta a ciertas interrogantes centrales en disputa, como el envejecimiento poblacional en los países desarrollados, el cambio tecnológico y el mercado laboral, así como la definición familiar, como veremos a continuación.
Al parecer la sociedad posindustrial exige un reordenamiento esencial de las prioridades del estado de bienestar, y con la pandemia más aún, por lo que para reconsiderarlo necesitamos imaginemos un tipo de sociedad ideal en la que esperamos vivir. La filósofa norteamericana Nancy Fraser entiende que unos de los supuestos rectores de este tipo de organización y gestión estatal de posguerra se basaba en que las personas estaban organizadas en hogares encabezados por hombres, que vivían principalmente de su salario. “Según la imagen ideal, al hombre cabeza de familia se le pagaría un “salario familiar” suficiente para mantener a la esposa y la madre, que realizaban labores domésticas sin salario”. Por supuesto, desde hace tiempo innumerables sujetos no se ajustan a este patrón. Sin embargo, proporcionó un importante paradigma social subyacente a la estructura de la mayoría de los estados de bienestar de la era industrial.
Los cambios en las familias han sido extraordinarios, las personas se casan cada vez menos y se divorcian más. Un número creciente de mujeres, tanto divorciadas como madres solteras, luchan por mantenerse a sí mismas y a sus familias sin tener acceso al salario de un sostén de familia masculino. Las normas de género son muy controvertidas: gracias en parte a los movimientos de liberación LGTB, un número creciente de personas está rechazando el modelo masculino de sostén de familia/ama de casa.
Pero desde el punto de vista económico y del mercado laboral, hay una serie de aspectos que van a converger a lo largo del texto y serán eje del debate. Uno de ellos es que los salarios no alcanzan para que antiguos jefes de familia, mujeres solteras, entre otros, puedan mantener el hogar. Los sueldos bajos, la escasez de tiempo de ocio, potencializan los trabajos gig (empleos eventuales), que se autoalimentan de las miserias salariales. La falta de un salario digno en un empleo formal o informal de horario normal, como el cuidado de niños o de ancianos, no permite tener tiempo para obtener otro empleo formal, pero si uno informal y eventual, uno gig que compensa los magros ingresos. Esto abona las actuales formas de contratación surgidas e impuestas por las nuevas estructuras de negocio (Uber, Amazon Flex, entre otros). Pero, además, como es eventual o no registrado, deja sin efecto la seguridad social privada aportada por el empleo registrado.
El rediseño de la arquitectura del bienestar obliga, en principio, a redefinir la familia y amalgamar la seguridad social privada con la pública, como mínimo. La creación de puestos de trabajo que mantengan a una familia, una preocupación antes de la pandemia, fue profundizada por la llegada del Covid-19, agravando la tendencia a la instabilidad laboral. Y, frente a esto, se han estimulado diferentes iniciativas de compensación salarial, como el ingreso universal, que en la mayoría de los casos invocan al Estado para nivelar ingresos, sin participar o regular el mercado laboral, manteniendo el valor de mercado de los empleos eventuales.
Nuevamente, se presenta la fragilidad del empleo, la pobreza de su remuneración y la intervención estatal. Es aquí donde aparece el ingreso universal como mecanismo de protección de la gig economy, materia central de la disputa. Aquí comienza a resaltar la estigmatización de los pobres y la intervención del Estado en lo que antes del Covid-19, y con virulencia, fogueaba la derecha con la “tesis de la perversidad” del economista Albert O. Hirschman, basado en la economía clásica y de moral cristiana.
Según Hirschman el Estado, “contrariamente a la aparente realidad de ofrecer ayuda financiera a los ‘pobres’, lo que hace es un acto caritativo de asistencia, y tales intervenciones en realidad socavaron el orden natural de las cosas, corrompieron a las personas que tomaron tal ayuda y perdieron la capacidad de practicar la autodisciplina y ejercer la responsabilidad personal“. Uno de los supuestos que subyacen a esta tesis es que el término orden natural de las cosas implica que la intervención del gobierno (un “acto caritativo”, aparentemente benévolo) necesariamente interrumpe una forma de funcionamiento denominada ordinaria, es decir, una sociedad en la que el mercado determina los resultados del bienestar y el Estado no juega ningún papel o es mínimo.
La tesis de la perversidad supone que quienes necesitan asistencia social están en esa posición debido a una falta de “autodisciplina”, quien quiera esforzarse y trabajar más saldrá adelante, aunque antes de la pandemia el trabajo era insuficiente. Esta patología, sin embargo, no se adscribe de forma indiscriminada, está profundamente dividida por género o por raza en algunos lugares. Para la mayoría, la imagen del Estado benefactor es una mujer pobre para Latinoamérica, afroamericana en otros lugares, pero siempre promiscua e indisciplinada, con un cigarrillo en la boca, un bebé en la cadera y muchos otros niños desnutridos a sus pies.
En el discurso contemporáneo, la tesis de la perversidad está emparentada o utilizada mitológicamente con el “sueño americano”, a manera de afirmar la autosuficiencia, por un lado, y una profunda sospecha del fracaso individual percibido, por el otro. La forma de olvidar la asistencia social y las políticas del bienestar es sencilla: que la personas vuelvan a trabajar, y así salir de la pobreza y la asistencia del Estado, aun en medio de la pandemia. Hay dos argumentos cuestionables en juego aquí. Primero, afirmar que hay empleo, una sospecha falsa e infundada, y que los indecentes o eventuales empleos que se ofrecen podrían sacar a las personas de la pobreza y la necesidad de asistencia social. En segundo lugar, se sugiere que regresar a cualquier trabajo, con cualquier salario, es para beneficio del trabajador, más que una forma de asegurar que el Estado no intervenga y que la clase trabajadora sostenga una economía que beneficie a la élite corporativa.
En un artículo publicado en 1943 con el título de Aspectos políticos del pleno empleo, el economista Michael Kalecki planteaba que el problema o los desafíos que tendría que enfrentarse el Estado en el futuro no serían económicos, sino políticos. “Si la gente puede vivir sin necesidad de aceptar cualquier puesto con el salario que sea, el poder derivado de la potestad de despedir –el mayor poder que tiene un patrón– disminuye considerablemente” (Luces y sombras del Ingreso básico universal).
Kalecki remarca en su texto la resistencia de los líderes empresariales a la intervención estatal, ya sea por ingresos o generando empleo público. Lo primordial es que no vaya por fuera del mercado, porque destruye la disciplina que ha impuesto con el circuito empleo-subsistencia-asistencia privada contra desempleo-hambre-fracaso-ayuda pública. La idea de la disciplina se basan en que la pérdida del trabajo implica hambre y pobreza. Y esa imagen estimula al capital, incluso en plena pandemia, con sus consecuencias.
Dijimos al inicio del escrito que eliminar la desigualdad, una parte central del nuevo estado del bienestar, es central, junto con la idea de equiparar, de quitar poder, como lo afirmaba Kalecki, con múltiples iniciativas estatales. En su libro El gran nivelador, Walter Scheidel redujo los componentes niveladores de la desigualdad a lo largo de la historia a los «cuatro jinetes» de la violencia: guerra, revolución, colapso de los Estados y grandes epidemias. Tomaremos solo una ínfima parte de las epidemias para exhibir que la forma de proceder de los dueños del poder no resulta distinta frente a la peste negra, durante la posguerra, como indica Kalecki, o ante la Covid-19.
¿Cómo reducen la desigualdad las epidemias? Actuando como “obstáculos positivos”, tal como los definía el reverendo Thomas Malthus en su Ensayo sobre el principio de la población, de 1798. De forma muy general, el pensamiento maltusiano se basa en la premisa de que, a largo plazo, la población tiende a crecer con más rapidez que los recursos. Según las estimaciones del Papa Clemente VI, en el año 1.351 se habían muerto unas 23 millones de personas con la peste negra, entre un 30 y 45% de la población, lo que provocó que los cambios más profundos en la esfera económica se reflejaran en el mercado laboral.
Al parecer Europa cayó en una especie de trampa malthusiana, la peste redujo espectacularmente la población pero la infraestructura física quedo intacta. El ratio tierra/mano de obra se desordenó. Los terratenientes salieron a pedir a los pocos trabajadores que volvieran a sus tareas, pero la escasez de mano de obra les dio el empujón para exigir jornales mucho más elevados si querían que regresaran al trabajo.
Los empresarios no tardaron en presionar a las autoridades para que frenaran el creciente coste de la mano de obra. Transcurrido menos de un año desde la llegada de la peste negra a Inglaterra, en junio de 1349, la corona aprobó la Ordenanza de Trabajadores:
“Dado que gran parte de la población, y en especial los trabajadores y empleados («sirvientes»), ha muerto en esta pestilencia, mucha gente, en vista de las necesidades de los señores y la escasez de empleados, se niega a trabajar a menos que les paguen un salario excesivo… Hemos ordenado que todo hombre o mujer de nuestro reino de Inglaterra, libre o no, que sea físicamente apto y por debajo de sesenta años de edad, que no viva del comercio o ejerza una artesanía en particular, que no posea tierras propias que deba trabajar y que no trabaje para otros, esté obligado, si se le ofrece un empleo en consonancia con su estatus, a aceptar dicho empleo, y solo les serán abonadas las cuotas, pagos o salarios que eran habituales en la zona del país donde trabajan en el vigésimo año de nuestro reino u otro salario apropiado de hace cinco o seis años… Nadie debe abonar o prometer salarios o pagos superiores a los definidos anteriormente so pena de pagar a quien se sienta perjudicado por ello el doble de lo que pagó o prometió… Los artesanos y trabajadores no deben recibir por sus servicios y artesanías más dinero del que habrían recibido en el susodicho año vigésimo u otro año apropiado allá donde estén trabajando; y si alguien recibe más, que sea encarcelado (El Gran Nivelador; Walter Scheidel, p 345).
Al parecer, el efecto de esas ordenanzas fue modesto. Solo dos años después, otro decreto, el Estatuto de Trabajadores de 1351, se quejaba del incremento de los salarios. Las fuerzas del mercado, en este caso, pudieron con las presiones de los dueños de la tierra. El problema actual es que las fuerzas del mercado son de los dueños del poder. Los ciudadanos tendremos que enfrentar nuevos modelos de medicina, de envejecimiento, de familia y laborales, para que el Estado equilibre el poder. La alta tasa de mortalidad entre las personas con coronavirus por complicaciones asociadas a diversas enfermedades crónicas arroja dudas sobre la efectividad del enfoque para aumentar la esperanza de vida que prevaleció a fines del siglo XX.
Los estudios muestran que el estilo de vida también contribuye significativamente a la salud de una persona a través de la nutrición, la actividad física, el sueño, los niveles de estrés, etc. Pero el tema más importante y destacado que ha dejado al descubierto la pandemia es el costo social de la desigualdad, por lo que el nuevo estado de bienestar debe apuntar a una sociedad más justa.