El mundo tiene un serio problema
Erradicar la pobreza no es un acto de caridad, es un acto de justicia (Gabriel García Márquez)
Brasil es una muestra de la cantidad inagotable de estupideces que los economistas podemos debatir. En el mundo, la idiotez está debidamente remunerada. Su finalidad, en general, se compone de distorsionar problemas o encauzar debates hacia donde el establishment necesite que sean dirigidos. Fundaciones, centros de estudios, consultoras…, dependiendo del encuadre legal que se necesite –siempre manejados personas independientes– revelaran, a través de implacables y direccionados informes, las conclusiones a las que los dueños del poder aspiran.
Los contribuyentes compran los informes, la manera más directa de subsidiar a la masa de pensamiento adquirida, solventando de esta manera el buen vivir de los independientes directores de las consultoras. Estos deambularán por todos los medios de comunicación, también rentados o propios del establishment, defendiendo a capa y espada lo que sea menester defender en el momento. Nunca se le pregunta a estos economista independientes, ¿de qué vive? Si se los interrogaran al respecto, su respuesta sería “de los servicios de consultoría”. La siguiente pregunta sería: ¿quién compra esos servicios? Y ahí se terminaría el juego.
Comentando acerca de lo que no debería discutirse pero inunda los medios y lo que debería debatirse y prolijamente se oculta, Brasil evaporó recientemente el Programa Bolsa Família, creado en 2003 bajo la presidencia de Luiz Inácio da Silva. Fue considerado el programa de distribución de ingresos más grande y eficaz del planeta. Elogiado y replicado, emergió de la unificación de dos programas sociales preexistentes: ayuda escolar y el subsidio alimentario.
Para el Banco Mundial, la gran virtud de Bolsa Familia era haber llegado a una porción significativa de la sociedad brasileña que hasta entonces no se había beneficiado de los programas sociales. Se encuentra entre los programas mejor focalizados del mundo, alcanzando a quienes realmente lo necesitan, es decir, el 94% de los recursos van al 40% más pobre de la población. Su éxito motivó adaptaciones en casi 20 países, como Chile, México, Italia, e incluye algunos del otro lado del mundo como Indonesia, Sudáfrica, Turquía y Marruecos.
Con todos los aspectos positivos descritos sucintamente, el actual presidente de Brasil Jair Bolsonaro y su equipo de gobierno disolvieron, sin ningún fundamento técnico, el programa de transferencias de efectivo más grande y exitoso del mundo. Aquí la exposición de los debates, como es menester, resultó nula.
Desde la presidencia se realizó una jugada política esperada, cambiar el nombre del programa como parte de una estrategia para desvincularlo de la ayuda a la pobreza por la administración del Partido de los Trabajadores (PT), una marca registrada del gobierno de Lula. El programa Bolsa Familia sacó de la pobreza extrema alrededor de un 25% en el país desde 2003. Bajo Bolsonaro, entonces, el programa se rebautiza como Auxilio Brasil.
Coincidente con esta demolición de la ayuda social, el gobierno de Jair Bolsonaro creó un presupuesto paralelo de mil millones de dólares para obtener el apoyo del Centrão ––centro político del Congreso Nacional–. El dinero del presupuesto paralelo se encuentra en el Presupuesto General de la Unión para 2020, pero la asignación de fondos se realiza de forma confidencial, sobre la base de acuerdos políticos. En buen romance, es la forma de comprar los votos de los diputados para avalar las propuestas de gobierno en el Congreso.
Dado que las encuestas no les sonríen al capitán y su neoconservador super-ministro Paulo Guedes, decidieron que el ajuste fiscal llevado a cabo con la reducción y posterior desaparición de Bolsa de Familia había jugado en su contra, al menos en intención de votos. Por lo tanto, el presupuesto paralelo debería ser aprobado y comprar votos en el Congreso para que se apruebe y reglamente la Medida Provisional 1.061 del nuevo programa Auxilio Brasil. Esto le permitiría burlar el congelamiento del gasto público que por 20 años aprobó la gestión del golpista Temer por exigencia del establishment de Brasil. El requerimiento fue aprobado en el Proyecto de Enmienda Constitucional Nº 241 y 95/2016.
La votación para aprobar el presupuesto paralelo terminó con su aprobación por la Cámara de Diputados por 323 votos contra 172. La Propuesta de Reforma a la Constitución (PEC) nº 23 o de las órdenes judiciales –los precatório son requisiciones de pago emitidas por el Poder Judicial para cobrar a los municipios, estados o la Unión, fundaciones y universidades, por el pago de las cantidades adeudadas tras sentencia firme judicial–, en lugar de honrar las deudas judiciales, el Ejecutivo pretende aprovechar los U$S 16 mil millones y destinarlos el año próximo al pago del programa Auxilio Brasil, que distribuirá U$S 72 mensuales a 17 millones de familias hasta diciembre del próximo año, cuando se llevará a cabo la disputa por el Palacio del Planalto.
Durante al menos cinco años, el ritmo de la lucha contra el hambre y la pobreza en el país se ha destruido. Según la Encuesta de Presupuestos Familiares 2017-2018, la inseguridad alimentaria aumentó un 33,3% con respecto a 2003 y un 62,2% con respecto a 2013. Es decir, la situación ya era peor que al inicio del gobierno de Lula. La pandemia agravó este escenario, según datos del Grupo de Investigación Food for Justice: Power, Policy and Food Inequalities in the Bioeconomy, de la Freie Universität Berlin, Alemania, 125,6 millones de brasileños sufrieron inseguridad alimentaria en 2020. La información proviene del estudio Efectos de la pandemia sobre los alimentos y sobre la situación de la seguridad alimentaria en Brasil, realizado entre noviembre y diciembre de 2020.
Aunque parezca extraño, mientras todo este debate se da en la economía de Brasil, de manera paralela un interrogante disparatado ronda al país: ¿se encuentra o no Brasil en el mapa del hambre de la ONU? Parecería que todo el debate anterior no tuviera razón de ser para el mundo, lo que justifica el título del artículo. Aunque suene raro, mientras el ministro de economía, el hombre de la eterna, sistemática y obsesiva búsqueda de un superávit primario y monotemático seguidor de la austeridad fiscal, ahora ondea las banderas del incremento del gasto, Brasil se encuentra en el limbo acerca de Mapa del Hambre de las Naciones Unidas.
En 2020, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) aún colocaba a Brasil en el grupo de países con una prevalencia de desnutrición inferior al 2,5% entre la población, lo que contrasta con las conclusiones de los investigadores brasileños. Mientras que, según los investigadores alemanes, 126 millones de brasileños, es decir, el 59.2% de la población sufrió inseguridad alimentaria, para la FAO el país está fuera del mapa del hambre.
La inseguridad alimentaria es un término que se utiliza cuando una persona no tiene acceso regular y permanente a alimentos en cantidad y calidad suficientes para su supervivencia. Quienes padecen inseguridad alimentaria no tienen suficiente cantidad y calidad de alimentos para sus vidas. Hambre e inseguridad alimentaria son dos conceptos muy cercanos y en ocasiones terminan confundiéndose, ya que están relacionados con la ausencia de alimentos y la violación de un derecho humano. Quienes pasan hambre debido a problemas sociales, sin duda, padecen inseguridad alimentaria. Este término termina siendo más amplio porque cubre todo el tema del derecho a la alimentación.
Ante este debate de sordos, muy parecido a la COP26, donde al parecer y por cuestiones metodológicas se puede sacar o incluir del mapa de la pobreza a Brasil dependiendo de las herramientas utilizadas para su medición, los resultados publicados en abril por la Red Brasileña de Investigación sobre Soberanía y Seguridad Alimentaria y Nutricional (Red PENSSAN) –a través de la Encuesta Nacional de Inseguridad Alimentaria en el Contexto de la Pandemia Covid-19 en Brasil–, revelaron un aumento devastador del hambre, la mala alimentación y la inseguridad nutricional.
El hambre ha vuelto a los niveles de 2004 en una escala ascendente desde 2015, ha empeorado principalmente durante los últimos dos años, incluido el escenario pandémico, en el que la inseguridad alimentaria grave ha aumentado de 10,3 millones a 19,1 millones de personas. La situación de inseguridad alimentaria y el hambre son aún peores entre las mujeres, las personas de color, aquellos con bajo nivel educativo y los desempleados.
Aunque parezca mentira, el debate ronda acerca del cambio de enfoque de la ONU y modificó la forma en que comunicaba los datos de los países subdesarrollados, privando al Mapa del Hambre, como se conocía hasta entonces. El Mapa del Hambre, calculado por la FAO durante la vigencia de los Objetivos de Desarrollo del Milenio fue uno –según explica el coordinador de la Red Brasileña de Investigación sobre Soberanía y Seguridad Alimentaria y Nutricional Rede Pensan– pero a partir del cambio de método y de indicadores, Brasil esta fuera de él.
En el caso brasileño, el austericidio se practicó siguiendo los pasos como nunca antes, especialmente después de la promulgación de la Enmienda Constitucional del 2016, la famosa regla del límite de gasto. Este juego se vio afectado con la discusión acerca de romper el techo fiscal por cuestiones electorales. Los recortes de las ordenes judiciales son solo anecdóticos, pero sirven para demostrar que la ortodoxia es tan ortodoxa como los poderes o las necesidades se lo ordenen. Todo está bien mientras se suba la tasa de interés SELIC para seguir ganando con la bicicleta financiera y aprisionando al futuro gobierno, en caso que la derecha no proponga algún negocio más concluyente al establishment y a la embajada americana. Privatizar Petrobras sería un buen tema de discusión.