Chueca
Un barrio de Madrid en el que había mucho ambiente. Eso era todo lo que yo sabía sobre Chueca. Y ya era más de lo que sabía Diego sobre mí cuando supo que iba a pasar el fin de semana en la capital y escribió aquello de “Ei!!! Andas por aquí?! Tomamos algo?!”
Y allá me fui incauta, a lo que pudo ser una velada catastrófica con todos sus elementos, incluido un amanecer en comisaría. Supongo que la mala estrella estaba ocupada en otras lides ese día y dejó pasar por alto mi insensatez convirtiendo aquella burbuja atemporal en una de las mejores noches de mi vida.
Quedamos en un lugar muy concreto de la plaza como perfectos desconocidos en una cita a ciegas. Los nervios del reencuentro dieron paso enseguida a la normalidad de estar en familia poniéndonos al día entre claras, cañas y patatatús. Mientras él me contaba de sus andanzas por Madrid, yo recordaba la época en la que fuimos vecinos puerta con puerta, lo feliz que fui disfrutando de mi Nenuco de carne y hueso, la cantidad de cosas, incluso enfermedades, que teníamos en común y lo mucho que lo añoré cuando empezaron las eternas mudanzas. Después de la cena, me propuso unirme al plan que tenía con sus amigos y, contra todo pronóstico, incluso el propio, acepté. Sabía que podría sentirme vieja y desubicada pero estaba tan a gusto que decidí silenciar a mi doña Dolores y quedarme con la idea de que todavía era muy joven para pasarme la noche madrileña en el amago de balcón de un tercer piso tratando de que nadie en casa me pillase fumando. Así que, entre risas, me dejé llevar y, con las bolsas del súper todavía en la mano, conocí a los que serían nuestros compañeros en la gincana del botellón prohibido, incluida una Carol dulce y guasona con la que compartí esa noche más que palabras.
De pronto, con los kalimotxos y los cubalitros recién servidos y toda la noche por delante, me vi envuelta en una fuga estilo pirata mantero al grito de “La poli! Que vienen!”. Se suponía que había que dejarlo todo allí y salir por patas. ¿Pero qué decís? ¿Estáis jamados? Frené en seco y metí en las bolsas nuestras bebidas, el hielo y los vasos con la parsimonia y la leria de una madre en el parque recogiendo los juguetes de sus hijos malcriados. Y con la misma calma y aún más que decir, inicié mi camino cargada de litros de alcohol mientras la patrulla pasaba por mi lado y me observaban incrédulos. Supongo que dudaban si aquella señora que le sacaba mínimo una década al mayor de los fugitivos pertenecía al clan del botellón o era una madre cabreada que acababa de pescar a su chaval liándola parda.
Lo que prometía convertirse en un fin de fiesta precoz y lamentable derivó en la anécdota que coronó el alma de aquella noche. Chueca se vino arriba y nosotros con ella hasta la hora del desguace. Dimos buena cuenta del botín rescatado y, recorriendo las calles de aquel barrio colorido, bailamos, saltamos, ¡perreamos!, nos abrazamos con cualquiera que pasase por nuestro lado, fumamos, gritamos las canciones en vez de cantarlas, reímos a carcajadas y lloramos con total libertad. Nos pusimos de purpurina hasta las cejas, literal, y disfrutamos tanto que ni cuenta me di de los años que habían pasado sin ver amanecer en la calle.
El regreso a casa no fue menos épico que la salida. Primera persona cabreada que nos encontramos, el taxista, más preocupado por la tapicería que por saber a dónde debía llevarnos. Mientras que con él regresaba la normalidad de las caras tristes, fuera del coche, tres llorando de risa, dos desayunando pizza y una que no recordaba ni la dirección de su casa. Quiero quedarme con vosotros para siempre. Quiero vivir la vida impregnada en purpurina. Con ese pensamiento y una sonrisa cuya amplitud ni recordaba, aterricé en la cama que compartía con mi hija, sin preocuparme la osadía de acostarme por primera vez minutos antes de que ella se levantara.
Diego siempre habla de ese día como el momento en el que descubrió a la prima que tenía y que no conocía. Para mí fue la noche en la que pisé Chueca por primera vez sin saber qué me iba a encontrar y no pudo ser mayor acierto ni en mejor compañía. Gracias a él, descubrí un universo paralelo en el que todas las personas podían vestirse, calzarse, maquillarse, caminar, comportarse como les diese la real gana sin recibir a cambio nada más que sonrisas y afecto. Descubrí un territorio inexplorado también dentro de mí, en el que me sentí más libre y liberada que nunca. Y en ese mapa, supe que podía ser buena madre sin renunciar a ponerme una minifalda de vez en cuando, pintarme de rojo los labios, salir, divertirme y recuperar mi ser, mi esencia, la locura, el buen humor, las ganas de disfrutar, de vivir, de bailar, de reír... Fue una auténtica revelación la consciencia de que nuestra libertad de SER y ESTAR no reside en los actos de las personas sino en la falta de juicio de quien las observa.