De amor y de mar
El abuelo José era poeta. Y analfabeto. También era cojo, tenía el pie completamente deformado porque de niño se había clavado una astilla en el talón y comenzó a caminar de puntillas sin que nadie de su familia, muy humilde y numerosa, le prestase atención.
Así siguió durante semanas, meses, años, hasta que aquella era la única forma en la que podía caminar. Después de una terrible infección, su cuerpo acabó expulsando la astilla de manera autónoma y curando poco a poco. Mientras tanto, sus huesos se deformaron y su pie se convirtió en una especie de muñón con dedos que un artesano de Vigo esculpió en madera para que el zapatero pudiera fabricar una bota adecuada a su forma: Una base circular en la que se apoyaba un cilindro retorcido con cordones y que hacía juego con la bota "do pé bo", el cinturón y la boina.
La bota y la boina eran su escudo protector. Cuando tenía que desprenderse de una de las dos, se sentía vulnerable, no le gustaba esa sensación. Nosotras solíamos gastarle bromas sacándole la boina y corriendo para que no nos pillara, cosa que no le hacía ninguna gracia aunque no era habitual que se enfadara. Nos reíamos mucho con él, sobre todo cuando volvía da partida na taberna. Se le oía cantar ya por el camino da Costa. Entraba en casa a voz en grito, soltaba su bastón e intentaba bailar con su mujer que lo rechazaba y comenzaba a dedicarle todo tipo de improperios mientras él seguía con su fiesta. Nos cogía y nos subía a la mesa de la cocina para bailar mientras la abuela lloraba sin consuelo sentada en una silla. Yo no comprendía por qué se ponía tan triste con lo bien que lo estábamos pasando. Tampoco entendía por qué siempre estaba enfadada con él si no la podía querer más. La adoraba. Tanto que un día de la noche a la mañana dejó de ir a la partida, su único momento de ocio en todo el día, para que ella no se disgustara. Su hígado también se lo agradeció pero de eso fui consciente años después.
El abuelo inventaba poemas con rima asonante en los pares a los que ponía siempre el mismo ritmo. Todos los días usaba sus nudillos como instrumento de percusión contra cualquier superficie que tuviese a mano y empezaba a recitar cancioncillas de amor y de mar. Decía que si hubiese podido estudiar, habría sido un gran poeta. Yo le decía que ya lo era y me ofrecía a enseñarle a escribir. Mi primera experiencia (frustrada) como maestra. Lo intentábamos una y otra vez pero no tenía paciencia y, después de unas cuantas prácticas con vocales, tiraba el lápiz cabreado y se levantaba a fumar un celtas cortos y seguir con su cantinela.
Como era cojo, no había tenido apenas oportunidades de trabajo a pesar de sus numerosas capacidades. Ni siquiera nadie se había parado a enseñarle a nadar en un pueblo costero en el que prácticamente todos los empleos dependían del mar. Aun así, siempre que podía, solía ir de pesca con el patrón y se adentraba en las mareas con la seguridad del que sabe que no corre ningún riesgo. El mar era su amor imposible y él era demasiado obstinado como para renunciar a él.
Tampoco lo quisieron en la mili ni pudo alistarse en el ejército cuando estalló la guerra. Fue considerado inútil y estuvo en busca y captura junto con otros hombres que no servían. Él era alto pero muy delgado y tuvo la suerte de poder esconderse debajo de una escalera mientras los demás eran cazados y fusilados ante sus ojos. Aquello lo marcó tanto que lo contaba siempre que tenía ocasión junto con la anécdota del día que vio a Franco en persona y a punto estuvo de "darlle unha patada no cu co pé bo"
La familia de la abuela también era numerosa pero mucho más pudiente que la suya. Ella era muy guapa, graciosa, fina, leída. Él un cojo inútil que no tenía donde caerse muerto. El hecho de no tener nada que perder le daba un plus de valentía. Siempre que había fiesta, se ponía frente a ella y le decía "¿bailas?" Y ella lo rechazaba una y otra vez. Nunca se rindió. Al fin y al cabo, era experto en manejar amores imposibles. Durante años repitió la misma escena hasta que sucedió el milagro. Un día de San Benito, a Roxa aceptó la invitación y en contra de toda su familia, pudo comprobar que a pesar de la cojera, aquel rapaz mucho más pobre y joven que ella sabía llevarla de maravilla en la pista de baile y ya nunca volvieron a separarse. A ella la repudiaron de su casa y después de su primera falta, tuvieron que casarse a escondidas, de noche y con la iglesia vacía.
Pasaron mucho frío, hambre, mil miserias, pero había tanto amor que salieron adelante y sobrevivieron a todo a pesar de que a él no lo querían ni en la descarga. Contaban semanas enteras sin probar un chusco de pan hasta que decidieron cambiar los roles; él empezó a ocuparse de la casa, del niño y los animales mientras que ella lidiaba con sus múltiples enfermedades trabajando en lo que iba surgiendo para juntar algo de dinero. Daba igual el esfuerzo, el cansancio, el agotamiento, cada San Benito se acercaban al campo da feira con sus mejores galas, ella de peluquería y él con la boina de los domingos, ella con su asma y él con su cojera, bailaban hasta que la orquesta tocaba el último compás (o hasta que había que marchar con ella para el hospital).
Él siguió cantándole, recitándole poemas, llorándola y pidiendo irse con ella cada noche durante 10 largos años hasta el día que conoció a su bisnieta Valentina y le dijo aquello de "agora que volviches ti xa podo marchar eu".
El amor, si es, es como el mar. Fuerte, poderoso, indomable. Da igual las barreras que encuentre en su camino, siempre encontrará la manera de recuperar su oleaje, dejando un rastro imborrable de sal aunque por el medio hayan pasado cien años de soledad.