De higos a brevas
Hoy el paseo hacia la playa olía a higos maduros. Nos pasábamos el verano subidas a la higuera de la casa de la tía Pastora, contándonos historias de clase y de niños con ojos tristes mientras comíamos la fruta cogida directamente de las ramas. Eran los últimos momentos que viviríamos juntas hasta la Universidad, 10 años tuvieron que pasar para volver a encontrarnos. Si lo llego a saber, te habría disfrutado aún más.
Mi primer recuerdo contigo lo tengo bailando. Aunque también podría decir que mi primer recuerdo bailando lo tengo contigo. En la entrada de las escaleras, tú estabas sentada en el quicio de la puerta cantando y aplaudiendo y yo bailaba para ti. Daba vueltas y vueltas y veía feliz cómo mi falda levantaba el vuelo. O no, en realidad, no había tal vuelo. ¿Qué iban a levantar aquellas faldas de tablas que parecían hechas de cartón piedra? ¡Y algunas picaban! ¡Ayyy, esa no, que picaaa! Menudas pataletas... No, no levantaba ningún vuelo. Si acaso, movía las tablas cual branquias de pez fuera del agua pero ¿qué más da? Yo me creía Julie Andrews en la colina de Sonrisas y Lágrimas with the sound of music. O no, tampoco. Ni siquiera sabía quién era esa señora. En realidad, el único motivo por el que me sentía la niña más feliz del mundo era porque estaba allí bailando, contigo.
En las tardes más osadas, bajábamos de la higuera y nos atrevíamos con el cerezo. ¡Sobre todo tú! Aún me da vértigo recordarte allí arriba en la última póla y yo abajo con el mandil preparado para recibir munición. ¡Cómo te gustaba subirte a los árboles! Y más si implicaba algún riesgo. La adrenalina de verte en las alturas era superior a cualquier pensamiento prudente. En Domaio teníamos cerezas, higos, manzanas, limones, naranjas, "pexegos", ciruelas, uvas, nísperos, peras. Y los tomates eran una fruta más. Aquellos sí. Los comíamos a mordiscos recién arrancados de la planta, ni un agua les pasábamos.
La que liamos el día que salté por la ventana y caí encima de dos tomateras... Yo con un bulto en el tobillo del tamaño de una pelota de tenis y lo único que me preocupaba era que no se enterara la abuela. ¡Con el genio que tenía! Eso sí, a la hora de alimentar a todo el que pasaba por A Costa, tenía el cum laude de abuela galega.
¿Y los bizcochos y las empanadas dulces? Todo hecho con aquel medidor de precisión (i.e. dedo índice derecho con regulador de espesor, textura y sabor.) Para que luego digan que la repostería es pura matemática... Si tienes un dedo mágico como el de Valentina, no necesitas más que ir al corral, apañar unos huevos recién puestos, un poco de harina, azúcar, levadura, la fruta que haya caído del árbol ese día y cocina de leña. Nunca probé nada igual desde que se fue, hace ya 27 años.
Hoy, de espaldas al mar, recordé a la persona que, en plena adolescencia canina, despertó en mi memoria la relación que había tenido contigo. Era un día de verano como hoy, también veníamos de la playa. Eugenia ya lo conocía de antes, Ivana y yo, no. Estuvimos un buen rato de charla en La Barca. Era un rapaz guapísimo y muy divertido. Nos reímos mucho y él no dejó de sonreír aún cuando nos contaba algún detalle amargo de su vida. La pregunta era obligada, ¿por qué te llaman Ardilla? Me lo pusieron de pequeño porque siempre andaba subido a los árboles.
Es cierto. Te había olvidado. Pero aquella frase te devolvió a mi presente y empecé a ir a tu cuarto a ver tus libros, escuchar tu música, leer tus revistas, fuchicar entre tus dibujos, fotos y colecciones, o tirarme en la cama sin más, mirando a la nada o a algún poster de Limahl, Wham, o River Phoenix, que siempre es mejor que la nada. Tú, de vez en cuando, te girabas, me explicabas de dónde habías sacado esto o aquello, me leías algo que te había llamado la atención o me enseñabas tu última caja de hojas.
Poco a poco, empezamos a reconocernos hasta que la vida nos concedió una oportunidad única, el mejor regalo: la Universidad. Al fin pudimos volver a ser la piña que habíamos sido cuando todavía tenía que alzar el cuello para contarte un secreto. La década que había pasado entremedias no había sido precisamente prodigiosa... Enseguida le cogimos el gusto a volver a acompañarnos, caminar sin rumbo por Santiago, ir de compras haciendo las cuentas de lo que ahorrábamos cada vez que salíamos de un comercio sin haber comprado, contarnos nuestras cosas y trasnochar rodeadas de madejas de colores y bolsos por rematar mientras veíamos “Esta noche cruzamos el Mississippi”.
Ya hace 35 del último verano en la higuera y ahora, que nos vemos de higos a brevas, la magia recuperada continúa latente y me sigue sorprendiendo nuestra capacidad de encontrarnos y disfrutar de la compañía a pesar de los pesares, a pesar de la gente, a pesar de nosotras mismas.