La abuela Adelina
La abuela Adelina no era nuestra abuela. Tampoco era mamá Adelina como la llamaban mis tías y mi madre. Pero ese era el motivo por el que sus bisnietas la llamábamos abuela. Todas queríamos estar con ella, siempre que íbamos a Vilaboa, caminábamos hasta el Picho para verla y nos peleábamos por su "colo" mientras nos cantaba o nos contaba alguna historia.
Ella siempre me decía con una sonrisa melancólica que yo era igualita a mi abuela paterna, Valentina, que había sido muy guapa en su juventud y así, aleghre e menudiña. Adelina era madre soltera de dos hijos, mi tío abuelo y mi abuela materna. Nunca supimos del padre. O los padres. Sabíamos que era una historia digna de ser contada pero, habiendo nacido en 1900, aquello era un tema tabú para la familia. También lo era el motivo por el que había vuelto de Brasil vestida con un pantalón cuando aquí las mujeres todavía no se atrevían a usarlo con libertad.
Contaban que, antes de emigrar, había sido ama de cría, dedicando su juventud a amamantar a los recién nacidos que, por alguna razón, no podían ser criados por sus madres. Caminaba kilómetros a diario para llegar a las casas donde la necesitaban. Y era algo que todavía se le notaba en la mirada, en el trato y en el amor por los más pequeños de la familia. Era la persona más querida por todos. Tan tierna y dulce que incluso cuando empezó a perder el sentido, lo hizo de la misma manera. Recuerdo que se ponía un ramito de ruda debajo de la pañoleta para calmar su dolor de cabeza. Si le dolía el estómago, se lo ponía pegado al ombligo y si éramos nosotras las que teníamos cualquier molestia, allá venía ella con su ramito. Yo me mareaba siempre en el coche, la carretera hacia su pueblo era como una serpiente cabreada. Ella nos esperaba en el patio y lo primero que hacía era coger la ruda y pegármela a la nariz. "Cheira, nena, cheira e xa verás como che pasa". Nunca me gustó aquel olor pero yo obedecía aunque el remedio resultara peor.
Adelina fue la primera persona que vi sin vida e incluso logró que, lejos de traumatizarme, recuerde esa imagen con la misma dulzura que transmitía en vida. Tenía una luz y una sonrisa en su cara que, en vez de llorar, solo pude hacer lo mismo que ella, sonreír. Me sentí feliz porque sabía que, antes de morir, pidió recuperar a la nieta que llevaba años sin ver y logró su última voluntad, irse como había querido vivir siempre, en paz y en libertad. Su manera de partir fue una lección para todos, una de tantas que nos dejó en legado como su espíritu conciliador, su generosidad, el manual inconcluso de la perfecta anfitriona, la falta de orgullo, de rencor y un repertorio único de cantigas y refranes que su hija Alsira heredó y asumió como parte del aprendizaje que debía trasladar a las siguientes generaciones.
Aún ahora, después de 30 años, su ser está presente en todas sus nietas, sus bisnietas e incluso tataranietos, que no llegaron a conocerla pero saben de su inmensa importancia y valor en la familia. Aún ahora, cuando encuentro una ruda en mi camino, me acerco, la huelo profundamente y la abuela Adelina, con su voz de madre de todos, vuelve para decirme "a ruda é boa pa todo".