Pigmalión
Era una de esas tardes en las que, desde el inicio, tenía la sensación de que la clase estaba destinada al fracaso, pero cualquier complicación que pudiera haber imaginado no habría hecho justicia a lo que sucedió.
Ella, obstinada y orgullosa, no soportaba la impotencia que le producía la idea de saberse diagnosticada con un supuesto trastorno que no aceptaba ni sentía como propio. ¿Cómo iba a ser una trastornada? Tan solo necesitaba algo más de tiempo que la media y, lo que más le costaba asumir, aprender a cultivar la paciencia y gestionar la frustración.
El hecho de no comprender una explicación a la primera solía dar frutos amargos. Un par de intentos frustrados unidos a mi insistencia por la corrección de la ortografía hizo que sobrepasásemos un límite impensable. Todavía no la conocía lo suficiente como para ser consciente de que me estaba acercando demasiado, dado el estado en el que se encontraba y, casi de forma instintiva, de un manotazo, apartó mi mano de su necesario espacio personal y lanzó al otro lado del cuarto el lápiz con el que me asomé a su libreta para corregirle otra falta mientras ella luchaba con el fantasma del fracaso.
El silencio tomó la palabra y dejé que se explayase mientras trataba de deshacer el nudo de la garganta y dominar el temblor que me invadió al instante. Después de unos minutos eternos en los que apenas movimos un músculo, se levantó despacio, cogió el lápiz mientras decía perdón varias veces, corrigió la falta en la libreta y se puso a trabajar en silencio hasta las 17:30. Solo interrumpió su tarea para preguntarme si estaba enfadada con ella y disculparse nuevamente. Yo apenas podía hablar, me limité a contestar con una sonrisa y responder a su disculpa con la mía. En mi cabeza, un torbellino de emociones mezcladas con el análisis de lo ocurrido hacían del caos un gran aprendizaje.
Todas las tardes, sus padres preguntaban cómo había ido la clase. Ella se puso entre ellos, frente a mí, me miraba aterrorizada. Mientras respondía, no dejé de mirarla. Describí el último cuarto de hora como si hubiese sido así la hora y media, les dije lo mucho que había trabajado, que había terminado todas las tareas y que estaba sorprendida y muy orgullosa de ella por la manera en la que resolvía cualquier problema por complicado que pudiese parecer. Quizás ellos pensaban en Matemáticas pero nosotras sabíamos de qué estaba hablando. Le dije: Eres una campeona. Me dijo gracias y bajó la vista con expresión de alivio, también de cierta confusión.
Nunca volvimos a hablar de aquella tarde ni nos hizo falta. Casi de forma espontánea, comenzó a superar mucho más rápido la frustración y a permitir las correcciones que iban surgiendo y que yo, con mucha cautela, le iba sugiriendo manteniéndome en mi sitio, sin invadir su espacio. No se repitió nada parecido en los tres años que siguieron a aquel primer curso, el más duro para ambas, sin duda. Supongo que entendió que mi objetivo era estar a su lado en las duras y en las maduras, y así me sintió desde entonces.
En este tiempo, hemos creado un vínculo en el que ya no existen fronteras en el espacio que ocupamos, tampoco en nuestra forma de comunicarnos. Me ha permitido acercarme mucho más de lo que habría soñado. Ha comprendido sus capacidades, ha aceptado sus límites, ha reconocido su talento, se ha enfrentado a muchos de sus miedos y ha liberado a una chica maravillosa que sabe cómo sacar lo mejor de ella y de los demás. Es empática, graciosa, lista, generosa, organizada, amable, pícara, divertida, bondadosa, y brillante en lo suyo como todas las personas, cada una en su historia. Y todo este periplo lo ha hecho navegando contra corriente por las aguas de un sistema obsoleto que, como el sapo del cuento, mata a la luciérnaga sólo por brillar.
El lenguaje protocolario no quiere oír hablar de discapacidad sino de diferentes capacidades y no puedo estar más de acuerdo porque esas mal llamadas discapacidades son tan solo diferentes maneras de interpretar la vida, de vivir, de aprender. Pero si nos quedamos en el protocolo, en modificar la denominación pero no la solución... ¿De qué nos sirve ser capaces? ¿De qué nos sirve estar rodeados de genios? Aceptemos el reto. Nos toca ver más allá de estadísticas, datos, promedios. Nos toca apartar el velo del trastorno, minimizar la ansiedad que produce tal título y, por encima de todo, potenciar el talento que late tras él. Nos toca enamorarnos de las personas cuyo futuro ayudamos a esculpir. Nos toca ser Pigmalión.