Rogozov y el colmo de la dentista

¿Conocéis el caso del cirujano ruso que tuvo que operarse a sí mismo cuando en 1961 enfermó de apendicitis en medio de la Antártida?
Leonid-Rogozov
Leonid-Rogozov

El diagnóstico fue lo único sencillo de asimilar. Costó algo más ser consciente de que, dadas las circunstancias en las que se encontraba, si no se intervenía él mismo de urgencia, tenía nulas posibilidades de volver a casa con vida. Lo hizo con la ayuda de sus compañeros de expedición y logró salir vivo de tal odisea. Pero ¿lo habría logrado si las condiciones fuesen otras? ¿Habría sido capaz de hacerlo si hubiese cerca otra persona con sus conocimientos de cirugía? No, ni se le habría pasado por la cabeza. 

A veces me dan bajones de ánimo y los recursos de energía se reducen a servicios mínimos como si todo mi sistema interno se proclamase en huelga general. A todos nos pasa, nada tendría esto de especial si no fuese porque, en mi caso como en el de tantos profesionales que trabajamos con las emociones, da la impresión de que no tenemos derecho a sentirnos así y solemos recibir comentarios del tipo "parece mentira en ti", "tú que te dedicas a esto precisamente", el odiado "aplícate el cuento" o el socorrido "consejos vendo que para mí no tengo" sin ser nada de eso yo. (Consejera, digo). 

Cuando alguien utiliza estos argumentos, sin duda con la mejor intención, me acuerdo del doctor Rogozov y lo visualizo tomando la determinación de auto-operarse en la comodidad de su casa con el hospital a unos metros... Total, él es un experto en la materia, ¿para qué acudir en busca de ayuda? ¿Acaso no será eso una muestra de debilidad o poca profesionalidad? Quizás a partir de entonces se cuestionen todas sus capacidades. Puede que incluso ya nadie quiera ser intervenido por él aunque todos sepan que es uno de los mejores. 

Imaginaos al mecánico zapateado en medio de la autopista, teléfono en mano, dudando si llamar a la grúa o bajarse de internet las instrucciones completas de su coche. A la empleada de la oficina de objetos perdidos buscando enloquecida sus llaves pero tratando de que nadie se entere de su incompetencia. Al panadero celíaco que oculta a la clientela el hecho de que no puede ni probar su propio pan. O a la dentista escondida en el baño de la clínica con una muela colgando de un hilillo de carne, mirándose al espejo con la vana intención de colocarla en su sitio, asumiendo que toda su credibilidad como profesional quedará en tela de juicio en cuanto se haga público el desastre. Con cualquiera de estas historias se podrían hacer versiones hilarantes del famoso "¿cuál es el colmo de un...?" obviando, claro está, esa crueldad que a menudo subyace entre la fantasía del chiste y la realidad que está reflejando. 

El caso es que parece necesario explicar que esto de tener la solución a todo lo relacionado con tu trabajo no ocurre en ninguna profesión, por más especializada que estés, por muy buena profesional que seas. A todos los dentistas se le caen los dientes alguna vez, incluso pueden llegar a necesitar una dentadura postiza. Y a todas las personas que nos dedicamos al entrenamiento emocional, de vez en cuando, se nos bloquean las emociones y todas las herramientas que utilizamos con los demás se vuelven inútiles por un momento hasta el punto de necesitar que algo o alguien externo nos ayude a salir del agujero. ¿Quiere decir eso que somos peores profesionales? Me atrevería a decir que al contrario. Un buen profesional sabe dónde están sus límites y en qué momento debe pedir ayuda para superarlos. 

Rogozov no tenía superpoderes pero tampoco tenía opción. Experiencias similares en las que una persona muestra cualidades sobrenaturales en situaciones de urgencia y riesgo extremos han sido relato a lo largo de la historia. Pero ese mecanismo de supervivencia no se activa en circunstancias normales, ni siquiera cuando tenemos el convencimiento de que podemos afrontar lo que venga en soledad. Todos necesitamos de todos, a veces incluso para rescatarnos del mar en el que normalmente nos sentimos como pez en el agua. El que piensa que ya lo sabe todo y que nada tiene que aprender de los demás, de sí mismo o de su carrera me da que está más perdido que nuestra querida dentista con dientes de pega.