Memoria histórica
Un cura rojo y labrego
Moncho Valcarce nació en A Coruña el 5 de septiembre de 1935 en el seno de una familia acomodada. Era el tercero de 8 hermanos, cuatro chicos y cuatro chicas. Realizó sus primeros estudios en la escuela de los jesuitas de Vigo y más tarde en el instituto masculino de enseñanza media de A Coruña. Decidió matricularse por libre en la facultad de Derecho de la Universidad de Santiago de Compostela. Aunque poco antes de terminar la carrera, toma una decisión que cambiará su vida: emprender el camino religioso.
Desde joven Moncho había dado señales de una sensibilidad especial para aquellos que vivían en circunstancias precarias y de una indignación latente frente a la desigualdad. Gracias a sus diarios sabemos que ya en 1961 le preocupaban los obreros y se mostraba disconforme con las leyes que permitían que fueran explotados. Para Moncho fue natural elegir el camino de la Teología y, pese a la insistencia de su padre por mandarlo a Roma, con 26 años entró en el seminario de San Martín Pinario en Santiago de Compostela.
Los años de seminario no fueron fáciles para él. Su espíritu combativo y contestatario le hizo ganar algunas miradas suspicaces y alguna enemistad. Años después relataría al respecto de esa experiencia: “Aquilo era un cárcere, como estar na cadea.” Sin ninguna duda, para él la temporada más benévola y productiva durante estos años fue la pasada en Roma.
Un cura labriego y rojo
Moncho viajó a Italia para realizar un curso en la Universidad Gregoriana de Roma. Más tarde confesaría que fue allí, alejado de todo lo que le era familiar, donde comenzaría a descubrir a Galicia. En esta etapa entró en contacto con “Os Irmandiños” y con curas de sentimientos e ideas muy diferentes a las que eran comunes, algunos de ellos reivindicaban la identidad y la nación vasca, por ejemplo. Todo este empaparse de otros aires, ideas nuevas y distintas formas de vivir la religión supuso para Ramón un punto de no retorno hacia la libertad.
Esta especie de despertar tuvo consecuencias inmediatas. Cuando volvió a Santiago, intentando reincorporarse a la vida del seminario de una forma más libre y coherente, se encontró con un muro impenetrable. Sus ideas parecían no encajar con aquellas que defendían los dirigentes de la institución. Finalmente fue expulsado. Aunque contó con la suerte y con el respaldo de un poderoso aliado.
El arzobispo Quiroga Palacios veló por él y le sugirió que continuase por libre los estudios de Teología y le invitó a ponerse a las órdenes del párroco Xosé Lamas y del abad Manuel Espiña, responsables de la Iglesia de San José y de la Colegiata respectivamente. Así lo hace y comienza su labor pastoral hasta que al año siguiente cambia la autoridad del seminario. El nuevo responsable era Manuel Espiña, que se lleva a Moncho con él para que termine los estudios y finalmente sea ordenado sacerdote en 1969.
Ramón va a parar, ya como sacerdote, al Concello de Culleredo, concretamente a las parroquias de Sésamo y Sueiro. Desde el principio este cura nuevo sorprende a los parroquianos: Habla gallego, lleva boina y no usa la típica vestimenta de sacerdote.
No eran estas las únicas peculiaridades que hicieron popular y respetado a este cura. Desde el primer momento renuncia a cobrar por los oficios religiosos, participa en los trabajos comunitarios, utiliza pan y vino normales y, sobre todo, sus homilías nada tenían que ver con las de otros muchos. Sus prédicas eran sencillas, directas e invitaban a la participación. Siempre le quedaba un hueco para denunciar las injusticias y la desigualdad o el perpetuo olvido al que sometían a las parroquias gallegas.
Un cura labriego, porque no hay otra forma de llamarle, que se compromete cada vez más con las ideas políticas que comulga. Las autoridades eclesiásticas comienzan a sentirse incómodas con aquel sacerdote que hablaba desde el púlpito con ideas cada vez más claramente antifranquistas. Moncho llega incluso a permitir que la casa rectoral albergue una imprenta del Partido Comunista y que sea usada como punto de encuentro para personas diversas con ideologías muy diferentes.
Pese a todo esto, no se implica del todo en la militancia política hasta 1974, cuando es detenido por participar en una reunión con miembros de PCE. Ramón pasó tres días en el cuartel y después se lo llevan a la cárcel de A Coruña. Dejó escrito que aquel cambio le parecía una buena noticia porque al menos allí no estaba la policía política. También explicó en cartas a su familia, las terribles sensaciones que provoca el encierro: El miedo, la angustia y la humillación. Por suerte solo pasa dos semanas en la prisión provincial, después es enviado al monasterio de Poio donde pasará dos meses de encierro sustitutorio.
Durante el tiempo que Moncho permanece detenido sus feligreses llevan a cabo una peculiar huelga de misas. Todos querían a ese sacerdote rojo de vuelta y así lo hicieron ver, devolviendo claramente el compromiso de Ramón con el suyo propio. Por eso no es extraño que el final del entierro de Moncho se celebrase con una fiesta. Una fiesta no solo por él, sino en nombre de la libertad y en contra de un régimen que acosaba a aquellos que solo se reunían para debatir ideas.
A partir de ese momento, Moncho se decide definitivamente a implicarse en las estructuras políticas, con una especial predilección por las de tendencia nacionalista. En este sentido, ayuda a fundar “Fouce”, la revista de las Comisións Labregas y se une como militante a la Asemblea Nacional Popular Galega.
O cura das Encrobas
As encrobas es una parroquia del concello de Cerceda que en 1977 sufrió un acusado conflicto social en el que los vecinos trataron de oponerse al gobierno. Todo había empezado en 1972 cuando Franco firmó un decreto por medio del cual aquellas tierras eran cedidas a la empresa Ligmitos de Meirama para su explotación. Las indemnizaciones por las tierras les parecieron ridículas a los vecinos y dieron comienzo una sucesión de manifestaciones y de enfrentamientos directos con la Guardia Civil. Moncho se mantuvo al lado de los vecinos de Cerceda, se manifestó junto a ellos e hizo suyas sus reclamaciones. Este acto le hizo ganar mucha popularidad, pero también tuvo como consecuencia su segunda detención.
En esta ocasión tampoco consiguieron silenciarle, pese a las torturas y las presiones, pese al rechazo y la censura de las autoridades eclesiásticas, Moncho mantuvo siempre la misma posición y el mismo espíritu combativo. Algo cabezón y bastante rabudo, no bajó los brazos ni la voz. Quizá esta terquedad, que era reflejo de su compromiso, fue la culpable de que finalmente fuera elegido como concejal de Culleredo por el BM-PG en 1979. Ocupó su lugar y volvió a demostrar sus ideas y sus valores denunciando las cosas de siempre y algunas nuevas acerca de la corrupción de las estructuras políticas.
Nadie pudo jamás arrogarse el mérito de haber silenciado a Moncho. Todos los intentos de aquellos que repudiaban sus ideas cayeron en saco roto. Al final solo hubo un enemigo que pudo con él. Se trató de un enemigo silencioso, un cáncer que le arrebató la vida a los 57 años. Hoy hay muchos que enarbolan su recuerdo como ejemplo de lucha, compromiso y honradez. Su mayor vicio fueron siempre los libros, un placer del que nunca pudo deshacerse. Vivió casi como un pobre, tal y como él afirmaba, disfrutando de una vida sencilla y franciscana que le hacía valorar cada día más el maravilloso acto de vivir. Moncho es recordado por muchos, hay monumentos en su honor e incluso algunos institutos que llevan su nombre. Aunque lo más importante es que su legado no ha muerto, hay personas que desde fuera o dentro de la Iglesia, han hecho suya su manera de vivir dedicada a la tierra, al activismo y a la vida en común con los otros.