Fiesta del nacimiento de Mahoma
Gamou en Narón
La comunidad senegalesa del norte de Galicia celebra en Narón la fiesta del nacimiento de Mahoma. Doscientas personas se reúnen para rezar, comer, cantar y rememorar las enseñanzas del Profeta en un ambiente de fraternidad y exquisita hospitalidad.
Por Erik Dobaño
El guía se llama Cheikh Fayé. Vive con lo justo desde 2008, cuando se cayó el mundo. “Si cada día tienes que preocuparte de buscar para comer, ¿cómo vas a pensar en el mañana?”. Está a aquí, en Narón, este domingo de Gamou, la fecha en la que se conmemora el nacimiento del Profeta, porque sabe que cuando terminen las preocupaciones de hoy empezarán a llamar las de mañana. Por darle un sentido a esta vida que lo trajo desde el semidesierto senegalés al finisterre buscando un poco de dinero con el que matar el hambre de una familia extensa allá en la aldea. Es el surco de la historia que han seguido todos estos hombres, más viejos de lo que aparentan sus rostros suaves, sus ojos inocentes que han visto el horror y sin embargo no conservan odio.
odos estos hombres delgados que se arrodillan para el rezo este domingo de Gamou a cinco mil kilómetros de casa, como hacen miles de senegaleses y millones de musulmanes hoy, día 10 del mes del calendario musulmán que sigue las lunas, domingo fin de puente. Se arrodillan frente al mimbar de esta mezquita, una sala en un bajo de Narón, en la salida hacia Ferrol, una ciudad en domingo de puente, finisterre en dos dimensiones, asfalto y ladrillo, al que han venido a parar los sueños africanos. Un día venderán sus escasas pertenencias y como en aquel cuento del Alfanhuí volverán camino de casa siguiendo el surco que trazaron.
A la una comemos laj, una mezcla de yogourt y cereales, sentados sobre las alfombras en medio de la pequeña mezquita. Los hombres sirven primero el alimento en unos cuencos y al rato reparten más yogourt para que el dulce ayude a rebajar el acibarado sabor del cereal. Luego café touba. El laj es sólo un aperitivo. Las mujeres han preparado toda la comida pero no están en la mezquita. Ellas no suelen rezar en público. A esta hora se arreglan para lucir después sus vestidos de fascinantes gamas de colores.
En la sala, unos setenta metros cuadrados, Mame Doudou Sy ha dirigido el primer rezo colectivo del día, y después del aperitivo y las abluciones en el pequeño cuarto de aseo, habrá otro. Descalzos, algunos con chilabas ceremoniales, una docena de hombres se inclinan, escuchan y repiten la salmodia. Son versos del Corán, el libro que Cheikh aprendió a leer de niño en la escuela pero que no alcanza a traducir. El árabe y el francés eran lenguas extrañas para la comunidad wólof. La mayoría de los senegaleses hablan en wólof, y aquí hay dos chicos de Malí que también lo hablan. Después del café, se espera. Se lanzan chanzas, se miran los móviles. Los hombres recogen el mantel, las servilletas, los restos de comida. Van llegando más. Se saludan en árabe. La paz sea contigo. En wólof, la cortesía decía otra cosa, cuenta Cheikh. En la mezquita se va haciendo el silencio mientras se llama de nuevo a la oración.
Mame Doudou Sy vive en Coruña y es uno de los nietos de Seydi Ababacar Sy, uno de los califas de la cofradía tidjane fundada por el teólogo asarí Ahmed Tijane en 1782, el mismo año en que se construyó el retablo mayor de la capilla de los franciscanos aquí en Ferrol. Mame Doudou Sy, explica Cheikh, “quiere potenciar esta mezquita de Narón, por eso este año el Gamou no se ha celebrado en Coruña sino aquí”. Doudou Sy, vestido con una chilaba de azul brillante, es el máximo líder religioso senegalés en Galicia, y por eso los mouride, como Cheikh, están también aquí, y porque las fiestas de cada cofradía son fiestas de todos, fraternales y de una hospitalidad exquisita.
La mayor colonia senegalesa de Galicia está en Coruña y por eso vienen dos autobuses repletos esta mañana. Llegan directamente al pazo da cultura. En el exterior, en un lateral, hay montadas tres jaimas que cubren dos largas filas de mesas. Las mujeres se van sentando primero, al final de una de las filas. Lucen espléndidos vestidos. Son vestidos incongruentemente felices con el día gris o la vida gris que se supone a los errantes modou-modou, los emigrantes. Pero en África y en su diáspora “el hombre es remedio para el hombre”, cita Cheikh a un sabio laico senegalés. Por eso se juntan. Se sientan los hombres, los mouride y los tidjane. Los mouride celebraron el mes pasado su fiesta, el Magal. Llenó Touba, la ciudad que da nombre al café, con millones de fieles. Hoy, por el Gamou, los fieles, por cientos de miles, se concentrarán en Tivaouane, que tiene unos cuarenta mil habitantes, como Narón.
Algunos hombres llevan sus curus (rosarios) también a la mesa. Rezan mientras esperan a que otros sirvan la comida. Grandes bol con el plato de los festejos, el chebullen. Arroz (cheb) con pescado (llen). Los mismos que por la mañana repartían yogourt dulce vienen ahora con un picante. Demba, que lleva nueve años en Sada, aconseja no probarlo. A las tres llega más gente. Los que han terminado su jornada de domingo en las ferias. Desde que se cayó el mundo en 2008, la mayoría de los senegaleses en esta parte del finisterre viven hoy de la venta ambulante. De Ortigueira hasta Cee, de Paiosaco a Lalín. Trabajan todo el año para mandar dinero a casa y cuando la lluvia y el viento vacían las ferias, los que se han quedado con algo viajan a Senegal por el cambio de año. Allí el 25 de diciembre hay fiesta laica, día de descanso herencia de la colonización francesa. El 2 o el 3 de enero los niños están de vuelta en la escuela.
Con chilaba color cedro y ribetes dorados, otro Cheikh, que preside en Coruña la Asociación África Universal, se sienta ante el bol y explica como tomar el alimento con las manos y llevarlo a la boca. Amabilidad y teranga. Este Cheikh es uno de los jóvenes que se ha asentado con suerte en el país. Trabaja en Sabón, para una gran empresa. Pero no dice más. La comida apenas se demora unos minutos, después se toman los zumos: amarillo jengibre picante, dulce de frutos del baobab, y el café touba, aguado y azucarado. Los hombres recogen las mesas. Y mientras esperan la hora del rezo cuentan que están allí para celebrar al Profeta.
hmadou, que viene de Thiés, entre Dakar y Tivaouane, recién llegado a Galicia, aunque lleva tiempo en España; Omar, con trabajo en Ferrol; Kane y Mor, vendedores ambulantes en Coruña, hablan con prevención. Al otro lado del pazo da cultura, en el aparcamiento, hay más gente cambiándose la ropa de la feria por vestidos de fiesta. A las cuatro de la tarde ya hay hombres rezando en el hall de acceso al auditorio y más mujeres acicalándose junto a la puerta de atrás. Los niños que aprenden castellano sin acento y tendrán vacaciones hasta después de Reyes corren de un lado a otro con sus móviles.
Los hombres van ocupando las butacas de la parte derecha. Sobre el escenario se extienden alfombras. Va subiendo gente. Los chicos de la organización, con más alfombras y botellines de agua. Empiezan a sentarse algunos próceres en torno a los micros, en el suelo. Aunque Cheikh, el guía, informa que cualquiera que sepa leer e interpretar el Corán puede rezar allá arriba. Abajo, con los curus entre los dedos, los hombres aguardan. Toda la jornada es una sucesión de pausas y rezos. Por fin se hace un corro de seis hombres en el centro de la escena y comienza un canto. Son mourides que entonan jasaits, los versos escritos por Mohamed Bamba Mbacke, el fundador de la cofradía. Es un canto agudo y largo. De cuando en cuando alguien sube desde el patio de butacas y echa algo de dinero en el interior del corro. La religión, como el curus, está integrada en toda la actividad social de los senegaleses. Los teléfonos móviles, también ahora. El público saca fotos y grava vídeos, incluso se hacen algunas fotos desde el corro antes de empezar y al terminar.
Mientras los mouride cantan, empiezan a llegar las mujeres, que se sientan al otro lado del patio de butacas. Los niños y las niñas, a lo suyo. Hay canto, conversaciones en voz baja, fotos y niños correteando en el improvisado templo. Y una gran calma. Hay armonía entre la religión y la vida. Al menos en la diáspora sin las aglomeraciones de Touba o Tivaouane.
Después de los mouride, se juntan en el escenario los tidjane. Una veintena de hombres. Sube Mame Doudou Sy, ahora con un gorro blanco, para dirigir el canto coránico. Van incorporándose hombres al grupo mientras los cuerpos arrodillados reiteran las inclinaciones y el himno alcanza las loas a Alá. El nombre de Dios llena todo el espacio. La cadencia monocorde del salmo ayuda a vaciar mentes y corazones para recibir a Alá. Es el Gamou en un inmenso templo laico aquí en Narón. No hace frío, pero la casa todavía queda lejos.