Edificios históricos de A Coruña
Hospital de Caridad: huérfanos, partos secretos y héroes
A Coruña puede sacar pecho por tener lugares llenos de historia y de historias. Muchos de ellos los conocemos sobradamente, pero otros han quedado sepultados en la memoria de algunos y ocultos por las nuevas construcciones que esconden como un velo los secretos que allí descansan.
Hay un lugar en nuestra ciudad que fue el sueño de una mujer, se construyó con los brazos de los presos de una cárcel, dio cobijo y hogar a niños abandonados, protegió a mujeres desamparadas, curó a los más necesitados y despidió desde sus puertas a 18 diminutos héroes que salvarían a más de medio millón de personas.
Este lugar que esconde entre sus cimientos una historia maravillosa es el actual Instituto Zalaeta, en la calle Hospital en A Coruña. Muchos no saben el motivo de que esta calle ostente este nombre. También es fácil imaginar que los estudiantes del centro no conocen ni mucho menos el relato heroico sobre el que pisan cada día. Para contarlo debemos ir hasta la primera década del año 1700 y traer a la memoria un nombre propio que reconocemos en el Hospital Materno-Infantil y en una competición deportiva: Teresa Herrera.
La España del primer tercio del siglo XVIII era un país convulso, inmerso en la guerra de sucesión entre Austrias y Borbones. A Coruña era una localidad pequeña, cuya población ascendía a los 12000 habitantes. Una ciudad, como la mayoría, marcada por la influencia eclesiástica y, en su caso particular, por la vida marítima.
Teresa dos demos
El 10 de Noviembre de 1712 en la casa familiar de la calle Cordonería nació Teresa Herrera y Pedrosa. Sus padres Domingo Rodríguez de Herrera y María Antonia Pedrosa de los Santos eran un matrimonio humilde que llegó a tener 10 hijos. El padre murió cuando Teresa tenía 4 años de edad. Debido a las complicaciones que su madre tenía que sobrellevar para mantener a Teresa y sus hermanos, la joven tuvo que irse de casa para ganarse la vida mediante sus humildes habilidades.
Aquellos eran años donde la muerte invadía las casas y las calles. Desafortunadamente esta se cebó con el hogar de la familia Herrera y Pedrosa: 7 de los hermanos de Teresa fallecieron. Ella decidió volver a casa después de 24 años, para ayudar a su madre enferma y hacerse cargo de las dos hermanas que quedaban. Una de ellas tenía una severa discapacidad intelectual. Con el juramento de procurar por las dos hermanas por delante, la madre de Teresa rehízo su testamento para legarle a ella todos sus bienes que, aunque humildes, se habían visto ampliados con el fallecimiento de María Pascuala Pedrosa, hermana de María Antonia y tía de Teresa.
Teresa era una mujer profundamente devota, cada día hacía la distancia qué mediaba entre su casa y la iglesia de San Nicolás, de rodillas. Este hecho le valió el sobrenombre de “Teresa dos demos”. Era frágil, con una salud algo endeble, y analfabeta. Sin embargo, ninguna de estas condiciones pudieron impedirle llevar a cabo sus proyectos benéficos.
Cuando en 1755 falleció su madre, Teresa recibió la herencia y se puso manos a la obra. Entre los bienes que ahora le pertenecían, estaba la casa do patín. Esta fue remodelada para dar lugar al conocido como Hospitalillo De Dios donde Teresa daba cobijo a mujeres pobres y enfermas que recibían cama, comida y un tratamiento precario, pero lleno de buenas intenciones y rezos. No eran pocas las inquilinas de la buena Teresa, todo lo contrario. En A Coruña la población estaba creciendo y los nuevos núcleos de actividad también servían como reclamo para las personas sin hogar que vivían errantes de pueblo en pueblo.
Tras las concesiones de Carlos III sobre los Correos Marítimos con América en 1764 y el Consulado Marítimo Terrestre en 1785, la situación se fue agravando. Eran habituales las colas de mendigos en las puertas de las iglesias y no eran nada infrecuentes sus defunciones en las calles. En la ciudad solo trataban a estos pacientes sin capacidad económica en el Hospital del Buen Suceso, donde no había espacio ni medios para atender a la cantidad ingente de personas que crecía cada día.
Teresa consiguió el permiso del ayuntamiento para pedir limosnas por las calles y asegurar el mantenimiento del hospitalillo De Dios. Incluso el arzobispado De Santiago de Compostela se fijó en su obra y la celebró felicitando a Teresa y dando 80 días de indulgencia para aquellos que decidiesen colaborar con su proyecto. Sin embargo y pese a los esfuerzos de la mujer, la situación proseguía siendo insostenible. Así que en 1789 decidió donar todos sus bienes y los de su hermana a la Congregación del Divino Espíritu Santo para que, a sus muertes, se valieran de ellos para construir un hospital caritativo.
Esta congregación se constituyó en la iglesia de San Nicolás en 1673 vinculada a los Jesuitas. Aunque su primer objetivo era el de potenciar la vida espiritual de sus congregantes, lo cierto es que ya desde sus inicios desempeñaban una importante labor asistencial. La cofradía y sus integrantes recibieron la donación de Teresa con alegría, dispuestos a comprometerse con el patronato del hospital y agradeciendo las palabras que la donante pidió que figurasen en el acta oficial: “Si son cortos mis bienes, es infinita la bondad De Dios para atraer limosnas a esta obra de caridad, la más consoladora y meritoria que puede practicarse en el mundo.”
La congregación se puso manos a la obra inmediatamente para llevar a cabo los trámites de semejante construcción. El 20 de Marzo de 1790 por una Orden Real de Carlos IV quedó permitida la fundación del hospital y las obras no se hicieron esperar. Pocos días más tarde ya estaban los presos de la cárcel comenzando la excavación en roca viva. Llegaron incluso a traer madera de los bosques de Ferrol para poder cubrir las necesidades del nuevo hospital. Estos preparativos se alargaron hasta el 14 de Junio de 1791 cuando, en un acto con toda la pompa merecida, se colocó la primera piedra de un edificio que marcaría la vida de la zona hasta 1956. El sueño de Teresa Herrera se cumpliría. Lo supo allí, entre el gentío y alejada de los actos oficiales, observando la primera piedra de lo que ella había hecho posible. No llegó a ver su inauguración porque murió 4 meses después, pero marcó la vida de muchas personas que no la conocieron y que sobrevivieron gracias a su proyecto.
Partos secretos y niños expósitos
Cuando comenzó la actividad entre los muros del recién construido Hospital de Caridad contaba con la asistencia de tres médicos, siete enfermeros y un capellán. Desde el primer momento tuvo dos funciones más que se sumaban a la de dar cobertura sanitaria a los más pobres: Un departamento de maternidad y una inclusa dotada de torno para recoger a los niños abandonados. Su actividad, su mantenimiento y su supervivencia estuvo casi siempre en riesgo por la falta de recursos. Pese a todo, las personas que allí trabajaron y quienes dirigían el establecimiento por medio de la Junta de Caridad, mostraron siempre un compromiso absoluto con su objetivo. Entre ellos destaca la participación del Capitán General de Galicia: Francisco Javier Pacheco, que se encargó de acudir a todas las instancias oficiales habidas y por haber para reclamar fondos para la que, él consideraba, era una obra muy necesaria en A Coruña.
Las mujeres eran un grupo especialmente vulnerable en el siglo XVII y lo siguieron siendo en el XVIII. La maternidad no siempre era algo bien recibido. Muy al contrario, para algunas mujeres podía significar la ruina moral, social y económica. Además, ante una coyuntura económica tan compleja, aunque el hijo fuera perfectamente legítimo, había veces que las madres se veían en la obligación de exponerlo. Es decir, abandonarlo. El departamento de maternidad del Hospital de Caridad se conocía como el cuarto de partos secretos. De hecho, había dos: uno para las mujeres pobres y otro para las que podían hacerse cargo de los gastos que ocasionarían. La atención al parto se hacía con la mayor de las discreciones, en el más absoluto anonimato y con una cita previa. Las mujeres que pedían este servicio eran registradas con una clave numérica y sólo el capellán conocía sus nombres propios. El secreto que en aquel momento merecían asuntos como estos, encubría también la decisión de la madre acerca del pequeño. Podía decidir dejarlo al cuidado del mismo hospital o volver a recogerlo cuando este volviese de la casa de su ama de cría. Ninguna de las dos decisiones era juzgada o criticada. No es fácil encontrar datos sobre esta actividad concreta de la entidad, pero podemos imaginar que no fueron pocas las mujeres que fueron socorridas de lo que para ellas sería una grave emergencia. Seguramente aquel departamento tuvo que albergar la angustia de muchas mujeres, de unas madres que tuvieron que esconderse por culpa de una sociedad que las juzgaba, sentenciaba, y marginaba con el dedo acusador de una moral gastada. El reglamento del hospital lo explicaba así: “Con el objeto de ocultar al público su fragilidad, salvando su honor en este estilo.”
Los niños eran las más grandes víctimas de la época. Su mortalidad en Galicia superaba el 30%. Las actas, reportes y órdenes reales del momento recogían relatos sobre cogedores de la situación de los infantes más desfavorecidos. A nadie le extrañaba encontrar a un bebé recién nacido abandonado en un portal, expuesto a la intemperie y al ataque de los perros. También eran abandonados en las iglesias y en el peor de los casos en fincas alejadas o en caminos que pocos transitaban. Los chiquillos aparecían en estados realmente horribles y muchos de ellos no sobrevivían.
“Se veían hasta ahora arrojadas estas desdichadas criaturas en las calles, en los Atrios de las iglesias, encima de sus Altares, y hasta en las Pilas del Agua bendita, en los portales de las casas, en las riveras de La Marina, entre los fosos de la fortificación en los muladares, y en otros sitios. No pocas veces gimió la humanidad y se estremecieron los menos sensibles, al hallar los fragmentos de aquellos cuerpecitos que había dejado la voracidad de los perros, y al hallar arrojados otros por las olas del Mar”. Así lo explicó Francisco Calo, presbítero y precepto de la congregación, en un escrito para el ayuntamiento en el que exponía las causas para abrir la inclusa coruñesa y comenzar a recoger a los pequeños.
Hasta la aparición de este orfanato en A Coruña, todos los niños expósitos de Galicia eran enviados al Hospital Real de Santiago de Compostela. Una vez allí, se repartían entre las diferentes provincias. Habitualmente viajaban desnudos en cestas de mimbre, primero hacia Santiago y después hacia su último destino. Muchos de ellos no sobrevivían al complicado traslado. Por eso, surgió la necesidad de descentralizar este servicio y crear otras inclusas que pudieran hacerse cargo de los pequeños de sus zonas. Con esa idea se instaló esta en el Hospital de Caridad, junto al torno donde los bebés serían depositados.
La ilustración trajo consigo la idea de que los niños podían llegar a ser algo valioso y que, al fin y al cabo, construían el futuro. Por eso el patronato del Hospital de Caridad decidió ir a la vanguardia de esta protección. Los niños que eran recogidos en la inclusa y que conseguían resistir sus primeras experiencias traumáticas, lograban una segunda oportunidad. Sólo entre los años 1793 y 1795 se recogieron en la inclusa coruñesa 171 expósitos. Después de ser recogidos, estos se enviaban a diferentes aldeas donde las amas de cría se ocupaban de ellos. Después el niño volvía a la inclusa y era cuidado y educado por su equipo. Las amas podían quedarse con ellos hasta los seis años, sólo si lo hacían por cariño y no para recibir la paga que la congregación les daba. Acerca del trato que los niños debían recibir su reglamento era claro y meridiano: “Así que se exponga en el torno cualquier niño, lo recogerá y lo acariciará, desnudándolo en seguida. En cuyo acto reparará si tiene alguna erupción u otra señal en la cutis para advertirlo al facultativo. Después de lavado, le pondrá ropa limpia y seca para colocarlo en la cama”.
La expedición Balmis y los 18 héroes de A Coruña
El valor que la congregación otorgó a estos niños abandonados no tardó demasiado en ser efectivo y demostrarse con radical importancia unos años más tarde. A principios del siglo XIX los niños expósitos que el Hospital de Caridad había recogido y se había esforzado en cuidar y educar, se convirtieron en salvadores mediante la expedición Balmis.
La historia de la expedición Balmis comienza con un drama en el seno de la familia real. La viruela le había arrebatado a Carlos IV a un hermano, una mujer y dos hijas. Así que cuando en 1798 otra de sus hijas cae enferma, el monarca decide firmar una cédula real para instar a vacunar a la población del viejo y nuevo mundo. Esta firma oficial fue el pistoletazo de salida para erradicar una enfermedad que sembraba dolor allá por donde pasaba.
La viruela provocaba ceguera y marcas horribles en la piel, pero la peor de sus consecuencias era la muerte. El virus se cebaba con todas las poblaciones donde aparecía. Las ciudades eran traumáticamente diezmadas a su paso y no existía cura ni control para esta plaga que asolaba a los países.
Sin embargo, apareció la esperanza en forma de mutación del virus. En 1798, antes de la firma de Carlos IV, los expertos europeos habían descubierto que en las granjas de los países del norte, algunas mujeres se contagiaban de una variante de viruela procedente de las vacas que provocaba tan sólo unas fiebres leves. Así que usaron esta mutación para comenzar con la gesta de la inmunización por contagio.
Para aquel momento en lo que se conocía como Nueva España, al otro lado del Atlántico, la enfermedad llevaba dos años causando serios estragos. Así que se decidió llevar a cabo la primera expedición médica de la historia. Existía un problema principal: El transporte de la vacuna. No existían medios para hacerla llegar mediante la larguísima travesía en barco, se necesitaba un método alternativo.
Existía una forma de llevar la vacuna hasta América: En el cuerpo humano. Si las personas se contagiaban de esa mutación y a su vez, iban contagiándose unos a los otros... Finalmente se conseguiría una inmunización. El método era más efectivo cuando la persona vacuna no había sufrido con anterioridad enfermedades. Así que se decidió que se utilizarían a niños como método de transporte de la ansiada salvación.
Nadie en su sano juicio, ni antes ni ahora, hubiera cedido de buen grado a su hijo para dejarlo partir en ese viaje, sin la seguridad de que volviese o de que ni tan siquiera sobreviviese. Este fue el motivo de que los pequeños salvadores fueran escogidos entre niños huérfanos.
Finalmente la expedición quedó formada. Entre las vacunas humanas estaban 22 niños de los cuales 18 pertenecían a la inclusa de Coruña del Hospital de la Caridad. La responsable de los chiquillos entre los 9 y los 3 años fue Isabel Zendal, directora del mismo orfanato y que se llevó consigo a su propio hijo Benito. Al mando de la expedición estaba el cirujano Francisco Javier Balmis.
El barco, que se llamaba María Pita, zarpó en Noviembre de 1803. Durante la travesía a los diminutos héroes se les inoculaba el virus a través del pus de una vesícula de viruela mediante una incisión. Se transmitían la vacuna de brazo a brazo. Después sufrían una fiebre no muy grave, recibían el cariño de Isabel y ya eran la salvación viva para tanta gente. En concreto se calcula que salvaron de forma directa a 250 mil personas y de forma indirecta a más de medio millón.
El María Pita llegó a Puerto Rico en febrero de 1804 y a partir de ahí Venezuela, Colombia, Bolivia, México, Macao, Filipinas... Los niños fueron quedando por el camino mientras se reclutaban a otros que continuasen con la cadena de transmisión. No se sabe qué fue de ellos en su gran mayoría. Algunos se quedaron en orfanatos, otros fueron adoptados... Sea como fuere, la misión de los pequeños fue un rotundo éxito, le ganaron el pulso a uno de los terrores más desoladores de la humanidad del momento.
Es curioso y fascinante entender hasta qué punto un acto individual tiene unas consecuencias tan arrolladoras en la historia. Ella jamás se lo pudo imaginar, pero el sueño filantrópico de una humilde mujer llamada Teresa Herrera significó un antes y un después en la historia de Latinoamérica. Este precioso efecto mariposa involuntario quizás debería recordarnos el valor que pueden llegar a tener nuestros actos y hacernos sonreír al pensar que en las manos más improbables también se esconde el cambio del mundo.