Escritora y vecina del Agra
“Me gustaría publicar algo con fuerza: corto, pero que diga mucho”
ENTREVISTA | Esta es la historia de una vida feliz, la de una mujer que a los 73 años vio cumplido uno de esos pequeños sueños sobre los que se construyen las vidas felices.
Un sueño de apenas 60 páginas, unos gramos de papel con su nombre y sus pensamientos escritos en forma de cuentos. Breves, livianos, cariñosos. El libro se titula Acariciando el destino y la mujer se llama Balbina Paz Martínez.
Balbina relata la historia, la suya, mientras busca con la mirada el asentimiento de su hija. Quiere ser discreta. Balbina nació en Fornelos (Baio, Zas) a finales del verano del 43. La mayor de cuatro hermanos (el resto, varones) trabajó fuera la casa con los animales y dentro ayudando a su madre a lavar, a planchar. “Íbamos a la escuela cuando se podía”, se disculpa. A los 13 años aprendió a bordar en Baio. La maestra también bordaba. Le gustaba ir a la escuela y a veces dejaba las vacas solas y marchaba corriendo, “¡tres kilómetros!”. Aprendió a leer, las cuentas, “un poco a dividir” y a los 20 años se casó con un chico que tenía empleo en la Unión Cristalera y se vino a vivir con él a Coruña. “Nos casamos aquí, en Santa Lucía, porque ahí había sido párroco un hermano de mi abuela”. Tenían casa en Pascual Veiga y ella bordaba. Tuvo dos hijos. También fue pescadera y cocinera antes de encontrar empleo como limpiadora de la Xunta en la Universidad Laboral. Pasaron veinte años hasta que se jubiló. Fue hace ocho, con dos nietos ya. En cuanto abrieron el Ágora se apuntó a un taller de literatura. Con Chus (la profesora), unas cuantas guías y lecturas que se esfuerza en recordar: “leímos a Delibes, Lo que el viento se llevó, Los pilares de la Tierra… poesía.”
“Empecé a leer a raíz de las clases. Y a escribir. A los que son estudiados les sale mejor, claro. Yo creo que lo llevaba dentro. Tenía ganas, pero no tuve la ocasión. Empezamos a ir a presentaciones de libros, a las jornadas de poesía del Ágora. Voy aprendiendo, aunque Chus me dice que tengo pocas tablas, que tengo mucho que aprender… y luego me anima y me dice que no sufra. Es dura y exigente. Ahora en Fornelos me han pedido que haga una presentación de mi libro. No sé… Sigo escribiendo, empezando otra vez. Me gustaría hacer poesía que diga cosas, aunque me lleve más tiempo. A veces las ideas me surgen paseando. Llevo conmigo una libreta y apunto. Otras veces, por las noches, me levanto y apunto. Prefiero escribir por las noches porque hay más silencio. Me hubiera gustado estudiar pero por vivencias, no pude. En la familia de mi abuela todos eran estudiados. El abuelo murió en Buenos Aires, de la patada de un caballo. Me gusta recordar. No todo ha sido bueno, pero quedan los sentimientos. A mi madre la quería mucho, y a mi marido, que murió hace años, también. Fui bastante feliz. Lo recuerdo de pescador y en las vacaciones. Creo que esos sentimientos están en el libro. Espero que la gente lo vea bonito. Por afinidades, quizá”.
El libro cuenta pequeñas historias, fábulas como la del “perrito consentido”. Un perro muy mimado de patas cortas a la que su dueña, Natalia, una niña, trata de convencer para que no escale la montaña. “Le dice que tiene las patas cortas, que no podrá, y le habla de otro perro que se perdió en el camino. Al final lo convence”. Dice Balbina que son una selección de “cosas sueltas” con las que llenó tres o cuatros libretas en su intento de que “casaran las palabras”.
Balbina tiene toda una vida que contar: “cosas que hice, la infancia, las fiestas, los veranos calurosos”. “En los veranos íbamos al río para lavar una artesa del pan y nos poníamos a navegar en ella. Hasta cogíamos truchas con las manos o los cabaliños do demo por las antenas. Cuando iba con las vacas construía casitas de barro, con sus jardines. Después de recoger el maíz a mi me tocaba juntar las habas que quedaban sueltas en el mandil. Íbamos a pie a Laxe, a vender repollo; y volvíamos con sardinas. Me acuerdo de los berberechos, de los barcos en la playa, del olor del pan al salir del horno, de beber agua en el río”.
Balbina posa para las fotos en la plaza de As Conchiñas, en el corazón del barrio al que llegó hace más de cincuenta años, lejos del río al que regresa cuando tiene ocasión. Sigue con casa en la aldea. Termina el café y devuelve la sonrisa a su hija. “No ponga todo eso. No soy una escritora. Sólo estoy aprendiendo, a los que estudiaron les resulta más fácil. Pero sigo. Me gustaría publicar algo con fuerza: corto, pero que diga mucho”.